En estas fechas en que el mundo se desata, en que la algarabía, el árbol, las luces de colores contrastan con los niños durmiendo bajo los puentes, con los cientos de manitas que se alargan exigiendo regalos en los semáforos, con los nacimientos, villancicos y las ofertas en los centros comerciales, con el afán loco de regalos y de regalar y la obligación casi tácita de sentirte feliz, hay algunos y no pocos que se sienten desgraciados. Con cada ¡Feliz Navidad!, se produce la estocada, con cada augurio de dicha, paz y unión familiar se abre un poco la herida, con cada melodía navideña y las campanadas de un enorme Papá Noel puede que se empañen un poco más los ojos. Y es que la atmósfera de locura, de avidez comercial, de estrépito de feria envuelta en papel de regalo, con un enorme lazo rojo, disfraza todo sentimiento de ternura, marca el sello y el precio del amor en moneda contante y sonante y a veces es tentadora la oferta de sopesar amor con comercio.

Y es que también en estas fechas, más que en otras, en que se remarca la unión con los seres queridos y que hasta el más humilde intenta sentarse a la mesa con los suyos, siempre se siente la falta del ausente, siempre hay alguien que se fue, que ya no está o está muy lejos y la silla vacía ejerce una presión directa al corazón y a la memoria. Los recuerdos, como hojas caídas, nos arrastran a otras navidades en que el ausente era una llama que avivaba nuestras vidas. Una madre que se fue, un hijo lejos, un amor roto, un pariente en un hospital son fuentes de las que bebe la tristeza. Y entonces pasear por los iluminados centros comerciales no ayuda, tampoco sentarse a escuchar los villancicos o mirar a un orangután monear con los niños disfrazado de Papá Noel y escuchar el ‘dindón’ de las cajas registradoras que apuran la última gota del aguinaldo navideño y el estrépito de gentes llenando las canastas y el derrumbe de otros que no tienen para agasajar a sus hijos que no entienden de razones en esa cruel inocencia de los niños y entonces hay padres que en navidades les entra una furia agónica y un resentimiento con el mundo y mujeres que preferirían desollar sus manos antes que contemplar deshechas las ilusiones de sus pequeños que gimen y reclaman inconscientes de que ella sufre más que aquellos porque regalarles es regalarse a sí misma.

Y entonces los adultos que ya perdieron la inocencia y que conocen el tamaño de la ausencia, que saben que en el mundo existe la injusticia y el bien y el mal, que han medido las huellas del vacío, lo que significa la tristeza en una fecha en que el mundo obliga que sonrías porque es Navidad, tratan, tratamos, de rescatar en un afán de pureza, de inútil desvarío, los dulces recuerdos íntimos de la niñez en que las navidades siempre estaban espolvoreadas de alegrías, regalos y mimos de abuelas y el mayor problema consistía en averiguar en dónde ocultarían papá y mamá disfrazados de Santa Claus los obsequios navideños y vivíamos rodeados de esa feliz aureola, de un eterno presente inmanente, de una azul irresponsabilidad, en esa cruel inocencia de cuando éramos niños.