Es más fina que filigrana de luz, totalmente invisible para los mortales. Dios no tiene cuerpo; si lo tuviera podríamos ver el mundo a través de él, así como lo pintó Dalí en su Última Cena. Dios tiene, al mismo tiempo, millones de pieles diferentes. Es negro, blanco, amarillo. Tiene ojos achinados, cercados con profundas arrugas; otras veces son lámparas votivas, llamas que nadie jamás podría apagar, fuego que arde sin consumir.

La piel de Dios es sagrada porque es suma de las que existieron o existirán para siempre. Está en las manos de aquella muchacha del campo, rasposa, rugosa, áspera, testimonio de faenas diarias, ollas donde se cocina para quienes tienen piel de seda, se jactan de poseer un apellido que suena bonito mientras las empleadas domésticas reciben solo calificativos. Dios es manabita, serrano, costeño, palestino, judío, chino, europeo, sudamericano, cubano o gringo. Sólo se anida en quienes le dan cabida. La doña emperifollada que camina tres pasos delante de su sirvienta no sabe que Dios prefiere la humildad a la soberbia. El día de la Anunciación, una jovencita, simple esposa de un carpintero, fue sorprendida por el ángel y se le ocurrió decir: “¡Mande!”. A partir de aquel momento, empezó a fabricar en el secreto de sus entrañas lo que sería la piel de Dios.

¿Nos sentimos superiores porque nuestra piel es más clara, porque suena nuestro apellido a península Ibérica, consonantes extranjeras, conquistadores vikingos? ¿Quién podía afirmar que entrará primera en el cielo la dama del auto de precio exorbitante? A lo mejor, quedará en lista de espera mientras el conductor, hombre sencillo de pocas palabras, casi disculpándose irá a sentarse al lado de Dios.

¿Qué me dirá a mí este Dios al que busco desde que nací? ¿Me preguntará por qué mandé al diablo al muchachito que intentaba ensuciar mi parabrisa con su chisguete o acompañará al chicuelo cada noche hasta su casucha de mala muerte? ¿Querrá saber cuál fue la razón por la que segregué a un miembro de mi familia, mostrando displicencia porque tenía la piel más tostada que la mía pero talvez un corazón mucho más noble que el mío? ¿Habrá solo cholos en el cielo o gente de alcurnia? Existirán pasaportes exclusivos para los muertos de buena familia? ¿Deberán los pobres contratar coyotes para entrar como ilegales? Si Sadam Hussein perdió la guerra, ¿será porque Bush logró apoderarse de las bendiciones celestiales? No existirán taquillas en el juicio final, tampoco abogados del diablo. Así como lo creían los egipcios hace más cinco mil años, exigirán que tengamos el corazón más leve que una pluma. Los peores asesinos no serán aquellos que pagan muy caro en inmundas celdas cualquier delito cometido por ignorancia, rabia reprimida, sino otros que pisotearon conciencias, crucificaron a miles de cristos anónimos, violaron la inocencia de los más desvalidos. Somos todos culpables de algún delito pero andamos vestidos de ropajes que nos convierten en personajes respetables. Es necesario que Dios exista para que podamos tomar conciencia de nuestras equivocaciones. El peor pecado consiste en creernos buenos o merecedores de alguna recompensa.