Sería fantástico que de regalo de Navidad nos llegase una varita mágica capaz de convertir en animales inofensivos los deliberados planes de estropearnos el futuro al que tenemos derecho. Sí, la verdad es que soñar no cuesta nada; e imaginarnos por un solo instante que la vida nos pertenece, nos produce algo de júbilo. Pero a más de la gratuidad, los sueños –los de este tipo– encierran el peligro de creer que las cosas se consiguen sin esfuerzo o, dicho en otras palabras, esperando que las cosas sucedan por sí solas. Tal vez este sea uno de los rezagos del matiz fantasioso que ha caracterizado nuestra educación infantil. Pues desde la historia de la Cenicienta hasta las películas de héroes terminan con el tan mentiroso “vivieron felices para siempre”.

Pero la vida es otra cosa, hablada y escrita de otra manera a la pintada. No hay música de fondo en los momentos felices ni tristes, ni actores apuestos manejando taxis, ni casualidades que proporcionen el reconocimiento público, ni matrimonio que por lo menos un día no discuta. Así, en contradicción a tantos cuentos de hadas, la vida es sencillamente otra cosa. Y nosotros, ¿qué hacemos para embellecerla?

A los pobres no los entendemos porque no sabemos qué es eso de la pobreza. Nos asusta su desorden, su dolor, y nuestra ignorancia llega a tal atrevimiento que a veces los sentenciamos por tener muchos hijos. Los jóvenes también nos espantan e incluso nos paralizan y, sin saber qué hacer con ellos, cometemos el error de compararnos cuando teníamos la misma edad. Y con el que tiene otro Dios distinto al nuestro, pensando que es lo mejor que podemos darle, lo miramos con piedad y lástima, ya que por alguna razón nos invade la certeza de que ese otro es el equivocado.

Pues partimos de que nuestra creencia es la válida y somos dueños de la única verdad. ¿Pero no será esa la razón por la que la soledad, irónicamente en esta era de la comunicación, sigue siendo el mal más devastador que está sufriendo la humanidad?

¡Se nos hace tan difícil ponernos en los zapatos del otro! ¡Nos cuesta tanto aprender a convivir! ¿O será que no nos interesa? Sería grave que no nos interese. Tal vez no nos convoque, ya que no trae música de fondo como en las películas y a veces es una tarea que exige sacrificio, o porque el deseo a ser reconocidos como únicos y especiales nos ciega y nos desespera. Sí, muy grave porque en eso nos pareceríamos a Herodes el Grande, que multiplicó su espíritu criminal ante el Rey anunciado que eligió el pesebre para nacer.

Dicen los entendidos que Él nació allí, junto a los animales, para que no haya nadie que se sienta inferior ante su grandeza, para que nadie se disminuya ante su presencia y podamos comprender que en cada prójimo, por muy pequeño o distinto que sea, existe albergado un poco de esa  paja que cobijó al Dios que dejó la corona y prefirió ser hermano de mujeres y hombres de barro. Entenderlo, puede ser mágico, pero posible.