Termina el 2005 y empieza un año electoral. Año en que los candidatos y los que aspiran a serlo en secreto  callan lo que piensan y gritan lo que la gente quiere oír. Ya empiezan a desfilar por la televisión esquivando preguntas, repitiendo eslóganes y vendiendo promesas a la mayoría desinformada que acudirá obligada a votar.

Las ideologías políticas de nuestros partidos y candidatos son tan confusas como las aguas de tamarindo que vende el Chavo del Ocho, que parecen de limón pero saben a coco. Aquí no hay partidos de derecha, izquierda o centro. Simplemente son partidos con aspiraciones al poder. Y para llegar al poder adoptarán la posición que más convenga. Si la mayoría del país se opone al TLC, entonces yo también, aunque en privado lo alabe. Si los votantes no quieren la privatización del seguro social, yo tampoco. El juego político exige callar soluciones realistas a nuestros males, para caer en la populista oferta de casas con jardín para todos.

El otro día conversaba con un amigo colombiano de visita en el país. Hablamos de cómo, a pesar de los problemas de la guerrilla y el narcotráfico, Colombia ha tenido una madurez y continuidad política digna de admirar. La popularidad de su presidente no tiene comparación en Latinoamérica, y las instituciones del Estado funcionan en relación a las de sus vecinos.

Mi amigo me decía que en Colombia nunca habrá un presidente populista por una sencilla razón: el voto voluntario. En Colombia el voto voluntario se traduce en una votación más meditada y responsable. Mientras más educación tiene una persona, más acude a votar. Nuestros vecinos de arriba gozan del principio básico de una verdadera democracia: el derecho a que vote quien quiera votar. Al que no le interesa quién lo gobernará se puede quedar en su casa viendo el fútbol.

Es más fácil ofrecer casas para todos que explicar un plan de gobierno responsable que nos saque adelante. Por ello, la propuesta del voto voluntario difícilmente saldrá de nuestros partidos, acostumbrados a intercambiar votos por camisetas y promesas imposibles. Con el voto voluntario acudirían a votar mayoritariamente quienes sí tienen un interés en el proceso electoral, es decir, quienes se han informado sobre los candidatos. Así, se verían en problemas los candidatos acostumbrados a ganar tocando la fibra emocional de la mayoría desinformada. Y, en cambio, tendría opción quien demuestre seriedad y presente una propuesta de gobierno.

Como van las cosas, el 2006 nos trae nuevas promesas de borracho que se olvidan al día siguiente. Si algún candidato apoya el TLC, la privatización de la seguridad social y otros parásitos estatales, el fin del subsidio al gas,  la reducción del Estado, la disciplina fiscal, entre otras posturas y soluciones, deberá callarlo o disimularlo. Aceptar sus posiciones, más allá de ser las acertadas, significaría su muerte política.
El voto obligatorio detendrá nuevamente a los candidatos con soluciones para impulsar a candidatos improvisados, como Lucio, vendedores de sueños y emociones.
El voto voluntario no es ninguna receta mágica para lograr buenos gobernantes. Pero, al menos, exigiría a los candidatos presentar más planes y soluciones concretas y menos camisetas y maquetas de casas para ganar los votos de quienes voluntariamente rayarían la papeleta.