El pasado 7 de diciembre la orquesta guayaquileña ofreció en el Centro de Arte una de sus últimas presentaciones del año. Esta fue la primera desde que estuvo en noviembre pasado en el Lincoln Center de Nueva York.

En el siglo XVIII, la ciudad de Sevilla, se había convertido en la más importante urbe de España; inspiró a célebres compositores y escritores de distintas geografías. Uno de ellos, el italiano Gioacchino Rossini (1792-1868), compuso su famosa obra El Barbero de Sevilla. Con la obertura de esta ópera, la Orquesta Sinfónica de Guayaquil inició su undécimo concierto de temporada bajo la conducción del director invitado, el brasileño Ricardo Averbach, la noche del 7 de diciembre, en el Teatro Centro de Arte.

El conocimiento y la  experiencia del director Averbach generaron gran expectativa y verdaderamente, al momento de conducir la Obertura de Rossini, la afinación y precisión de la orquesta fue como la de un reloj suizo. Esta pieza que tiene difíciles matices -desde un inicio muy piano, hasta un final fortísimo- resultó como un bocadillo para el destacado director. Cuerdas y vientos caminaron ágiles y bien afinados.
Después vino Amadeus Mozart.

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A un mes de la celebración de  los 250 años del nacimiento del genio de Austria (27 enero de 1756-2006) -el músico más importante del siglo XVIII-, la sinfónica  ejecutó junto al Quinteto de Vientos de Miami, la Sinfonía Concertante en mi bemol mayor K 279b para oboe, clarinete, corno y fagot. Esta obra, que posee un rigor temático, fue compuesta en 1770, en una de las estancias de Mozart en París. Está elaborada para que el público pueda escuchar a los solistas por separado;  hay un diálogo con la orquesta. Posee una  dificultad en cuanto a su armonización, sin embargo, estuvo bien dirigida y bien ejecutada.

Los solistas brillaron en cuanto a afinación, expresión y fraseo, especialmente la oboísta Andrea Ridilla.  Demostraron el trabajo de conjunto que vienen haciendo desde hace 20 años.
El acoplamiento con la orquesta  fue aplaudido efusivamente por el público que asistió. Fue como un aperitivo para el inicio de las celebraciones mozartianas que vendrán a partir de enero del 2006.

En la segunda parte del programa, vino la creación más famosa del compositor checo Antonin Dvorak (1841-1904), la Sinfonía No. 9, en mi menor, del Nuevo Mundo Op. 95. Esta obra polémica en su temática, fue compuesta en los Estados Unidos en 1893, inspirada en melodías negras y expresiones étnicas indias. El mismo Dvorak lo expresó textualmente: “Sencillamente he escrito temas originales incorporando las peculiaridades de la música india y empleando expresiones musicales de la comunidad negra (espirituals);  usando tales temas como objetos centrales los he desarrollado con todos los recursos de los ritmos, la armonía,  el contrapunto moderno y el color orquestal”. Vale destaco esto, porque después de su estreno el 16 de diciembre de 1893, en el Carnegie Hall, por la Orquesta Filarmónica de Nueva York, dirigida por Anton Seidl; decenas de críticos, especialmente de Europa,  afirmaron que esta sinfonía fue inspirada en las danzas eslavas y en la nostalgia que sentía el compositor de su Bohemia natal.

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La conducción del brasileño Ricardo Averbach fue sobria y brillante. Desde el primer movimiento, un inicial adagio hasta el explosivo alegro, demostró que conoce bien las influencias que Dvorak recibió en cuanto a la arquitectura musical: la ternura de Franz Schubert, la fuerza de Ludwig van Beethoven y la magnanimidad de Richard Wagner, fueron dirigidas   de manera sobria. 

Tanto en el segundo movimiento, que presenta una estructura compleja y accesible a la vez, así como en el tercero; Dvorak intercaló y desarrolló con naturalidad dos melodías inspiradas en la canción Hiawatha de Longfellow (funeral en el bosque y una fiesta de indios norteamericanos). Estas composiciones, de aparente dificultad, se fueron repitiendo hasta el final. La influencia del estilo romántico de Brahms es latente.  Ricardo Averbach condujo con mucha habilidad esto dos movimientos.
Para una obra difícil, un director preparado da como resultado una orquesta bien trabajada y muy equilibrada.

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Para finalizar,  el cuarto movimiento: un alegro con fuoco.
Dvorak en este epílogo, entrelaza una serie de motivos musicales -que hasta ahora no dejan de sorprender-,  negros espirituales, canciones indias, danzas eslavas y pinceladas de su querida Bohemia.  La fuerza, el vigor y el ánimo de Averbach  para conducir la orquesta culminó con una ovación del público.