El Ministro de Defensa ha demostrado que en medio del caos programado y cuidadosamente ejecutado existe espacio para la cautela y la responsabilidad. Frente a lo que era ya la crónica de una renuncia anunciada, él retomó el control de la situación en su campo y prefirió seguir con el ambicioso plan de transformación de unas Fuerzas Armadas que se han visto inmersas en demasiadas turbulencias en los últimos años. La última de estas la provocó el propio Presidente de la República cuando, en uno más de los constantes enfrentamientos que tiene consigo mismo, destituyó atolondradamente a la cúpula militar. La renuncia del Ministro habría profundizado los problemas y sin lugar a dudas habría añadido más elementos de descomposición a esa institución que, por acción y por omisión de los políticos, pero también por errores propios, se ha involucrado en la política y no ha podido escapar de la corrupción. Entre el manejo arbitrario y politiquero del ex presidente Gutiérrez y los miles de soldados que hicieron negocio con el notario Cabrera, las Fuerzas Armadas han caído en un terreno pantanoso.

Hay que reiterar que la situación actual se parece demasiado a la que vivió el país entre los treinta y  los cuarenta, con la inestabilidad como telón de fondo y la incertidumbre como sentimiento generalizado. Fue un tiempo en que se experimentaron todas las soluciones posibles, muchas de estas con participación de los militares o directamente encabezadas por ellos. Su intervención fue el elemento definitorio de última instancia en golpes de Estado, nombramientos de presidentes interinos, disoluciones de congresos e instalación de asambleas. El fracaso de 1941 con la carga de desmoralización nacional y con medio siglo sin delimitación fronteriza tuvo mucha relación con ese protagonismo político, con esa transformación en uno más de los actores que creían que su presencia en las alturas del poder era la única medida que pondría fin al largo periodo de convulsión y de caos. Esa misma actitud, revestida de mesianismo se mantuvo en clave de baja intensidad en las décadas de los sesenta y setenta, cuando dos golpes militares quisieran encargarse de lo que en términos actuales se denominaría la refundación del país.

Ese espíritu, que parecía relegado a la bodega de la historia, renació con el golpe del 21 de enero. Si hay fechas emblemáticas, esta debe ser la que marca el retorno a las peores tradiciones militares ecuatorianas. Paradójicamente, ese intento de regreso al pasado se produjo cuando las propias Fuerzas Armadas estaban empeñadas en su profesionalización como parte de una concepción integral de la defensa. El instrumento central de este proceso es el Libro Blanco, entre cuyos impulsores se cuenta precisamente el actual Ministro.
Allí está contenida esa visión que, al establecer claramente el lugar y las funciones de las instituciones militares, las aleja de la política y las sitúa en donde deben estar. Si su lectura debe ser obligatoria para los militares y para los políticos, su aplicación debe ser imperativa. Buena razón pedagógica para que se quede el Ministro.