Las antiguas peluquerías emanan magia. Rostros, cuerpos e imágenes se reproducen en sus espejos. Los sillones que dan vueltas y se reclinan hacia atrás. El sonido de las tijeras. El brillo en el filo de las navajas. Las peinillas que se abren paso por nuestra cabellera. El pelo que cae al piso como una mancha de tinta. La espuma de afeitar que convierte nuestra cara en una máscara. La colonia que arde en las mejillas. Las antiguas peluquerías emanan magia.

Pero más magia emana aún la Peluquería Mendoza (Luis Urdaneta 309 y Escobedo), porque no solo brota de su antiguo mobiliario, sino del frágil pero sabio Damián Calixto Mendoza Rendón (Vinces, 1911). El señor Mendoza, de 94 años de edad, tiene ochenta ejerciendo la profesión.  Lo hará hasta el último de sus días.

París era una fiesta
Damián Mendoza aprendió el oficio en la peluquería El Cóndor del maestro Luis García en su Vinces natal.

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Cuando bromeando le digo que es pariente del legendario conde Mendoza de la época de oro del cacao, dice que su abuelo Catalino Mendoza, propietario de la hacienda San Gabriel, cerca de Palenque, fue primo hermano del conde.
Pero él no conoció a Catalino porque abandonó a su abuela con tres hijos. Uno de ellos, su padre, que se crió sin pedir nunca nada.

Cuando él era joven, Vinces era un pueblo muy pobre porque toda la riqueza que producía, los dueños de las haciendas cacaoteras la derrochaban en París. El dinero del cacao no circulaba en Vinces, asevera el señor Mendoza.

Recuerda que el país vivía una miseria espantosa. Cuando era estudiante de escuela para cortarse el pelo y dar un examen, tuvo que vender un trompo. Ahora ríe con la anécdota. Cuenta que los viajes Vinces-Guayaquil eran en lancha y duraban 12 horas, pero si  varaba eran 15 o 20 horas.

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En una de esas lanchas llegó a Guayaquil en 1932. Tenía 22 años y comenzó a trabajar en la peluquería del maestro Juan José Jiménez, ubicada en Víctor Manuel Rendón y General Córdova, frente al parque de La Merced. Pero el maestro enfermó de tuberculosis y se fue a Quito, dejándole la peluquería fiada por dos mil sucres. Antes nos sacrificábamos porque las tarifas eran muy bajas, cuenta.
En una peluquería de primera, el corte de pelo costaba un sucre; en una de segunda, sesenta centavos y en una de tercera, como la suya, treinta. Pero eso alcanzaba para vivir porque la vida era más cómoda que ahora, afirma.

En el actual local de Luis Urdaneta y Escobedo ya tiene 27 años. Comenta que el barrio ha cambiado, antes los muchachos jugaban pelota porque no pasaban los carros. Y después de Luis Urdaneta, hacia el norte, nacía el terrible barrio de la Quinta Pareja.

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En su peluquería parece que el tiempo se detuvo. Pero solo es una impresión porque siempre algún cliente o amigo lee un periódico fechado en este 2005. Pero la primera vez que entré, un espejo turbio me trasladó a la infancia. Vi al peluquero regalándome bolitas de cristal para distraer mi miedo. Me asustaban las tijeras y la máquina que podarían mi melena. Años más tarde, todo sería distinto. Disfrutaría de esas peluquerías olorosas a colonia y brillantina. La voz del señor Mendoza me trae al presente. Aunque él navegue en el mar de sus recuerdos. Antes la gente iba a la peluquería cada quince días, había más volumen de trabajo pero menos utilidad, dice.

Cuando él comenzó, los cortes eran sencillos: media peluca y media melena, no era como ahora que hay distintos estilos. Las herramientas casi son las mismas.
Aunque ahora hay cortadoras eléctricas y las navajas con hojas desechables.

Antes las navajas eran alemanas, italianas, inglesas. Explica que hay tijeras para cortar y otras para entresacar por dentro cuando el pelo es muy tupido. Pero para el que domina la profesión ningún cabello es difícil. Antes se usaba brillantina pero quedaban las manos grasosas, enmantecadas. Ahora se usa gel que no es grasoso.  La peluquería siempre ha sido un punto de reunión para dialogar y cruzar ideas. Siempre le gustó relacionarse con personas valiosas. Mi peluquería es democrática, proclama, yo no discrimino a nadie. Lo que exijo es que el cliente venga con el pelo limpio y sea educado. Porque si no lo es, le corre a la clientela. No acostumbra nombrar a sus clientes cultos  y adinerados. Le he cortado el cabello hasta a millonarios, pero soy un hombre modesto, no me gusta hacer alardes porque después los colegas se van a reír, van a creer que estoy fanfarreando, aclara sonriendo.

Está convencido que un buen peluquero tiene que tener vocación para sobresalir y no hostigarse de trabajar. A mí me gusta ser peluquero, tengo 80 años trabajando y no estoy neurótico, afirma mientras le corta la barba a uno de sus clientes.

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A sus 94 años, trabaja de lunes a sábado de 10h00 a 19h00 y los domingos de 10h00 a 14h00. Hay días que no acude nadie y no gana ni un centavo. Pero siempre llegan los amigos a conversar y a leer los periódicos.  En la pared del frente, entre dos espejos un letrero anuncia: Peluquería Mendoza. Corte de pelo 1,50. Afeitada 1,00.  No todo es dinero en la vida, piensa el señor Mendoza, la cultura es necesaria no solo en el peluquero, sino en todos. Porque el hombre que no se culturiza, que no lee se convierte en un burro de carga.

Se sienta y lo encuentro reflejado en el espejo. Su mirada un poco empañada, pero lúcida. Viste la clásica camisa blanca de los peluqueros. Doy la espalda al espejo y lo encuentro diciéndome que como está en los albores de la muerte, no va convertir a su peluquería en elegante. Siente nostalgia por sus dos hijos que viven en Canadá.

No me atrevo a plantearle la última pregunta. Él me desentraña y concluye: No pienso dejar de trabajar, sino hasta un día antes de morir. Me gusta la profesión.
Mantengo una tarifa baja, no me gusta despreciar a nadie porque Cristo dijo: Amarse los unos a los otros. Sonríe y nada más. Salgo a las calles vivas que emanan otro tipo de magia.