Solo me importa clamar el derecho de cada cual a tener gustos propios sin dejarse encasillar por un solo movimiento.
Pintores figurativos, impresionistas, expresionistas, abstractos, provocaron polémicas pero no importa el dogma sino el hallazgo. Ingenuo idealista, aprecio que el arte exalte lo mejor del ser humano o denuncie sus taras con el talento de Goya, Picasso, Cuevas, Bacon. Asombrar es loable. Mostrar lo más abyecto: cagajones, semen, sangre, cadáveres mutilados (sin la magia de Guernica), podredumbre, puede fascinar a quienes buscan cosas “nuevas”. Dejo a los entendidos hallazgos del compositor John Cage (4’33 de silencio total frente a un piano). Me aburrió ver en Francia a los integrantes de un cuarteto sentados, mirando al público “humorísticamente”, abrazándose durante 6 minutos sin tocar una sola nota.

Escucho con admiración la terrífica Pasión según San Lucas, de Penderecki, pero no veo el interés de empastar con brocha gorda un piano Pleyel nuevo. Si el concepto es más importante que la realidad material de la obra, ya es tiempo de renovar las ideas. Lo hizo Platón hace 2.500 años. Las locuras dadaístas, futuristas, anticuadas, atizan cenizas. Que el buey desollado venga de Lascaux, sea de Rembrandt, Soutine, el toro de Creta o de Picasso, poco importa. Son inmortales. Que el “color” negro sea de Caravaggio o Soulages no me asombra.

Las instalaciones globalizadas están en crisis desde los setenta. Una mujer, al desgarrarse el abdomen con navaja, otra al dejar doquiera pisadas sanguinolentas en la Bienal de Venecia para denunciar la crueldad, proporcionan de un modo berreado crónica roja a los sadomasoquistas. Hace casi un siglo, los extremistas querían quemar el Louvre, usar un Rembrandt como mesa de planchar. Duchamp tenía obras muy valiosas hasta que expuso urinarios, ruedas de bicicleta. César tuvo más imaginación. Los museos no son iglesias. Disfruto las Venus prehistóricas, la pintura egipcia, las ánforas griegas, la torpe escultura románica, el bodegón flamenco relamido del siglo XVII. Picasso me parece más joven que nunca; gozo con las bromas de Arcimboldo, el humor de Dalí, los estallidos de Pollock. No me entusiasma ver podrirse lo “efímero” en tufos y miasmas repugnantes. Extraño las naturalezas muertas de Caravaggio, los bodegones flamencos, aun cuando llevaban calaveras.

Veo pasar “vanguardistas” a veces anticuados. Poco o nada quedará del relámpago que los vio nacer; tampoco les importa: consumo inmediato, facilismo de moda. Gárgaras de comentarios sesudos. Hace 35 años galerías convertidas en caballerizas, pescados putrefactos, cabras disecadas, instalaciones humorísticas o poéticas, arañas gigantescas –ahora son ballenas– el bloque de granito comiéndose en el Centro Pompidou una lechuga renovada cada día, artistas-fuentes escupiendo agua fueron novedades. Luego unos sesudos enlataron sus excrementos (Manzoni), usaron vísceras, heces (Hermann Nitsch), escupieron en el lienzo (Ben). Sobreviven artistas capaces de dominar técnicas “obsoletas”. ¿Qué opina Tábara? ¿Qué diría el humanista, poeta, filósofo místico Rendón con sus espirales infinitas?
Soy opinión entre millones: admito que puedo equivocarme.
Nadie es dueño de la verdad. El fascismo no se lleva con el arte. El esnobismo tampoco. Y el humor es muy difícil de manejar.