Seguimos por el sendero del Adviento que nos conduce a la celebración de la próxima Navidad, y debemos portar en nuestro corazón la esperanza. Por eso no tenemos por qué desesperarnos, pues la desesperanza no es cristiana. Solo la esperanza es cristiana. Frente a cualquier problema estemos convencidos de que Dios no nos abandonará, ni nos dejará solos, porque es nuestro Padre que nos ama, que nos proporciona lo que necesitamos y nos salva de cualquier peligro.

Los anuncios proféticos del mundo nuevo ofrecido por Dios nos desconciertan.
Cuando lo oímos, algo nuevo palpita en la raíz misma de la existencia. Eso que nos anuncian es lo que deseamos. Sin embargo, inmediatamente, la evidencia de la vida apaga la lámpara de la esperanza. Es imposible, pensamos, alcanzar lo que nos prometen. Para poder esperar es necesario ser verdaderamente pobre. Solo podemos desear alcanzar lo que no tenemos. Si estamos llenos, si la acumulación del dinero y el poder nos impiden ver el despuntar de un mundo nuevo, si estamos satisfechos de nosotros mismos, el anuncio de la nueva creación no despertará ningún interés.

En el Evangelio del segundo domingo de Adviento veíamos a Juan que predica en el desierto la esperanza de la venida del Señor. Es en el desierto doloroso y  purificador donde se prepara esa venida. Con una conversión total que endereza el camino extraviado. Esta conversión comienza con la alegría del que se sabe totalmente perdonado de todos sus pecados y continúa con la ilusión del que confía en la asistencia del Señor, avanzando hacia la transformación, por la justicia, de una tierra y un cielo nuevos. El desierto no es solo lugar de retiro y soledad. Es también el camino a seguir con todos hacia la tierra nueva prometida.

Después de pecar y después de recibir el perdón de Dios, necesitamos que nos llegue el consuelo de su parte. Es lo que experimentó Jerusalén después de pagar sus pecados. Lo que resta es preparar un camino al Señor allanando la calzada para Dios; “que los valles se levanten, que los montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale”. Es la auténtica conversión que debemos pedir para que con un corazón contrito y humillado recibamos a Jesús que viene con alegría en la noche de la Navidad.

Y la voz de Juan sigue gritando en el desierto: “Preparadle el camino al Señor, allanad sus senderos”. Bautizaba en el desierto, predicaba que se convirtieran y se bautizaran, para que se les perdonen sus pecados. Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán. Mientras Juan iba vestido de piel de camello, con una correa a la cintura y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre.