El beneplácito por el regreso de la Corte Suprema de Justicia no debe ocultar las razones que llevaron a su crisis. Si soslayamos las causas de la crisis, esta regresará inevitablemente, como regresan las aves migratorias con el cambio de estación. Y si llegamos a tener una nueva crisis en la Corte Suprema nos acercaremos más al abismo.

La ruptura de la institucionalidad judicial no tuvo lugar realmente en abril del 2005 o en diciembre del 2004. Los sucesos ocurridos en esas fechas no son sino los efectos visibles de causas estructurales. Mal haríamos en quedarnos en el simple recuento anecdótico de lo sucedido en tales fechas y no reflexionar sobre las fuerzas detrás de esos acontecimientos. Y más grave aún sería creer que con la nueva Corte instalada el problema ha terminado. En realidad, el problema recién comienza.

Los factores no visibles que llevaron a la debacle de la Corte Suprema es el peso enorme que sobre el sistema judicial vienen ejerciendo una serie de fuerzas. La más devastadora de ella es la partidocracia. El sistema judicial se fue convirtiendo con el correr de los años en un instrumento de persecución política, como no ha sucedido en ningún país del planeta. Ni en el África se ha llegado a los extremos que hemos llegado en nuestro país. Muchos se asombran, con un dejo de vergüenza, del número de políticos enjuiciados, exiliados y acusados. Más les debería asombrar y avergonzar el hecho de que virtualmente ninguno de ellos ha terminado en esa situación gracias a juicios en que se haya respetado las garantías del debido proceso. Todo lo contrario. Si algún estudiante de derecho quisiera aprender lo que significa “arbitrariedad judicial”, “politización de la justicia”, “violación constitucional” o “abuso de poder”, bastaría que estudie dichos procesos. Rápidamente caerá en cuenta hasta qué punto ha llegado el vasallaje de la justicia en Ecuador a los mandatos de mafias politiqueras.

Este sometimiento de la justicia a los intereses de los dueños de este país terminó por hacer de las instituciones judiciales una pieza clave en esa vulgar lucha que caracteriza a nuestra política. No son las preferencias electorales las que deciden la suerte de los políticos –como en cualquier democracia– sino quién controla el aparato judicial. La “orden de prisión preventiva” reemplazó al debate. El proceso judicial penal sustituyó al proceso político. No han sido entonces los electores, sino ciertos jueces o fiscales al servicio de la partidocracia, los que han terminado decidiendo las políticas públicas.

¿Podrá la nueva Corte romper todo este círculo infernal? ¿Podrán sus nuevos magistrados inaugurar una nueva justicia? Es una tarea difícil, ciertamente. Ella exige de parte de los magistrados una enorme lealtad al derecho y la justicia. Una lealtad tan grande que aunque se les venga el mundo entero encima –incluyendo medios de comunicación, turbas de manifestantes o políticos prepotentes– den a cada uno lo que según el derecho le corresponde, de acuerdo a la vieja y sabia fórmula romana.