Como que nada hubiera pasado en los últimos meses y que la cosa no fuera con ellos, los diputados demostraron que no han olvidado sus usos y costumbres. La aprobación del presupuesto fue una demostración de clientelismo puro y duro, con méritos suficientes para engrosar la historia de las conductas rentistas institucionalizadas. Haciendo honor a su condición de representantes parroquiales y con la inapelable justificación de reducir el pago de la deuda pública, le entraron a dentelladas a cuanta partida se asomó por ahí. El argumento es que de esa manera defienden los intereses de las provincias en las que han sido elegidos, a las que dicen representar sin molestarse en leer el artículo de la Constitución que les obliga a actuar en función del interés nacional. Un interés nacional que, en estas condiciones, se expresa en cifras tan claras y voluminosas como las de un déficit fiscal que fácilmente puede sobrepasar los ochocientos millones de dólares en el próximo año.

La acción de los diputados se suma a otros hechos que han venido ocurriendo en los últimos meses en el campo de la economía y que tendrán efectos significativos en muy corto plazo. La eliminación del Feirep con el consecuente traslado de esos recursos al gasto presupuestario fue el comienzo de un camino lleno de equivocaciones. Basta recordar la devolución de los fondos de reserva del Seguro Social y la Ley de Exoneración de Impuestos para tener una idea de la magnitud de las medidas que se han tomado en este corto tiempo. Mientras la atención del país se concentraba en la discusión que ni siquiera llega a ser semántica sobre la Constitucional y la Constituyente, en la economía se estaban sembrando los vientos que producirán tempestades. A todo esto hay que añadir la inestabilidad política y sobre todo la incertidumbre de lo que pueda ocurrir a partir de enero, cuando el país sienta que se ha zambullido en un agitado mar de consultas-asambleas-elecciones que nadie sabe para qué servirán ni adónde lo llevarán.

Son demasiados los síntomas en sentido contrario como para seguir manteniendo la idea de que la economía cuenta con algún escudo que la puede proteger de las incidencias políticas. Aparentemente, la rigidez que se deriva de la dolarización cumplió esa función por algún tiempo, pero es obvio que tratándose solamente de un mecanismo de fijación del tipo de cambio resulta insuficiente para garantizar la estabilidad económica. La dolarización es apenas un factor entre muchos y no tiene el peso que generalmente se le atribuye, sobre todo si tanto en el Gobierno como en el Congreso descubrieron la fórmula para hacerla inservible. Ha devenido inútil en esos términos porque el origen de los problemas no está en la política cambiaria ni en la política económica, sino en la política-política. Es una ilusión esperar otros resultados cuando se ha puesto toda la confianza en un escudo de papel que se quema, se arruga o se moja fácilmente cuando el clientelismo marca el ritmo de las decisiones.