Las rieles por donde circulaban décadas atrás hasta 40 trenes diarios cargados de gente, víveres y materiales, se hallan destruidas y oxidadas, sin ese brillo que deja el constante roce con las ruedas metálicas. El sonido de un lejano viento reemplaza al característico chillido de los hierros y al eco de la bocina.

Cincuenta años atrás las pequeñas calles adoquinadas de la parroquia Huigra del cantón Alausí, tierra de agradable clima con una temperatura promedio de 22° centígrados, estaban llenas de gente, negocios, talleres, comercios y restaurantes que preparaban la comida para unas 300 personas que llegaban en los trenes del mediodía.

“Hoy Huigra ya no es como antes. No hay tren, no hay comercio, ni ese agitado ritmo que le daba vida al pueblo y la gente se ha ido a otros países”, dice el octogenario Antonio Sánchez, mientras su nostálgica y pálida mirada se pierde en la plazoleta vacía frente a su tienda de abastos, otrora el centro de acopio y embarque de granos y productos.

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Los días de bonanza surgieron con la llegada del tren. Huigra se convirtió en el centro de operaciones y hasta la gerencia de Ferrocarriles del   Ecuador se ubicó en este lugar, pero la burocracia y luego los desastres por el fenómeno de El Niño en 1980 destruyeron tramos del ferrocarril y lo inhabilitaron, cuenta Antonio.

Atraídos por el auge económico unas dos mil personas llegaron a vivir en esta cabecera parroquial en aquellos tiempos y la situación se prestó para las inversiones.
“Hasta una  fábrica de colas se creó y el conocido Hotel Huigra”, recuerda el morador.

Pero tras la salida del tren poco a poco la gente comenzó a emigrar con mayor incidencia en los últimos años. Hoy quedan menos de 1.100 habitantes, más de 800 dejaron negocios, las tareas agrícolas en los campos y partieron en busca de trabajos y mejores oportunidades a Estados Unidos, la mayor parte, pero también a España, Italia, Alemania y Francia, cuenta el teniente político, Silvio Tamayo.

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La parroquia en conjunto con sus once comunidades tenía 5.400 habitantes, según el censo del 2001, hoy se estima que hay unas 4.600.

Namsa, San Roque, Ramosurco con un promedio de 100 habitantes son las comunidades con menor población y desde donde ha salido más gente al exterior.

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La emigración es más evidente en la cabecera parroquial en donde la mayoría de habitantes son ancianos que quedaron al cuidado de sus nietos.

Las amplias instalaciones  del colegio Fray Vicente Solano, que de 200 alumnos bajó a unos 40 por el factor migratorio, se cerraron hace dos años.

La academia de Corte y Confección Martha Bucaram de Roldós también afronta una escasez de alumnado. De 40 que registraba en años anteriores, hoy cuenta con veinte. Desde septiembre pasado que inició el nuevo año lectivo, cinco alumnas se retiraron.

“Algunas estando a punto de graduarse se las llevan sus padres”, dice la directora del centro artesanal, Gladys Urgilés, quien junto a las ocho profesoras expresa que intentan motivar a las jóvenes para que no dejen sus estudios.

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Producto del éxodo, unas 17 hectáreas están semiabandonadas. Los cereales, frutas, papas, maíz, tomate y fréjol que antes se producían en grandes cantidades para la comercialización, hoy solo se siembran para el autoconsumo.

El pueblo pasó de receptor de inmigrantes a la emigración. Primero hubo una migración legal, pero tras empeorar la situación la gente buscó salir del país y se incrementaron los viajes ilegales desde hace unos diez años, recuerda Jorge Peñafiel, presidente de las juntas parroquiales.

El fenómeno migratorio afectó también a otros pueblos que años atrás aprovecharon los beneficios del ferrocarril y se apostaron en determinados lugares. Olimpo, Pangal, Naranjapata, Linge, entre otros, en donde más del 50% ha emigrado, corren el riesgo de desaparecer, dice Peñafiel.

El representante parroquial dice que la emigración mejoró la calidad de vida en algunas familias y cambió la del pueblo. Antiguas y llamativas casas que databan de 1920 fueron sustituidas por modernas construcciones. Hoy solo algunos inmuebles, como el colegio Eloy Alfaro, se sostienen con dificultad por la vetustez.

Pero también causó graves problemas porque muchos hogares se desintegraron y los niños llevaron la peor parte.

El impacto también se registró entre quienes se quedaron porque a falta de producción y fuentes de trabajo, los productos encarecieron y los emigrantes ya no invertían en sus pueblos de origen sino preferían hacerlo en las grandes ciudades, lamenta Peñafiel.