El elogio del Bautista que hace nuestro Salvador parece insuperable. Asegura que es un hombre constante y firme, un profeta y más que un profeta, mayor que todos los profetas que han venido antes y más grande que ningún nacido de mujer.

Quizás esta grandiosa personalidad explique un poco el éxito que tuvo su predicación y su llamada a que reconociera cada uno sus pecados, pero   la causa más profunda de que la muchedumbre le buscara para bautizarse, debe hallarse a otro nivel.
Tratemos de encontrarla repasando el evangelio.

“Juan usaba un vestido de pelo de camello –nos cuenta Marcos hoy–, ceñido con un cinturón de cuero, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Proclamaba: Ya viene detrás de mí uno que es más poderoso que yo, uno ante quien no merezco ni siquiera inclinarme para desatarle la correa de sus sandalias. Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo”.

Publicidad

Las señales externas de su intensa penitencia no parecen explicar la confianza de las gentes. Porque aquel vestido pobre y aquella dieta naturista, de por sí, no hablaban de prestigio ni de sabiduría. De hecho, cualquier amante del desierto reducido podía terminar vestido así y comido así.

La razón de que la gente confesara sus pecados y se bautizara la encuentro en la esperanza que infundía su predicación. Cuando hablaba de que ya venía un hombre superpoderoso que bautizaría en el Espíritu Santo, los corazones ardían. Y cuando, compungidos confesaban sus pecados, los pecadores comprendían que la paz, la verdadera paz, solo está en el reconocimiento humilde de nuestra casi infinita pequeñez. Por eso –como dice  hoy el evangelio– “acudían de toda la comarca de Judea y muchos habitantes de Jerusalén” (Cfr. Marcos 1,1-8).

Hoy también quiere la gente hallar la paz. Y cuando encuentra un sacerdote que le ofrece la esperanza de alcanzarla, que se sienta en el confesonario con puntualidad y con perseverancia, que aconseja con honestidad lo que se ajusta a los mandatos del Señor, que acoge y justifica al pecador pero que advierte claramente donde está el pecado, cuando encuentra un sacerdote así, la gente se confiesa con frecuencia, busca no perder su paz, y se hace, en cierto modo, “paz-adicto”.

Publicidad

Claro está que no son pocos los que viven convencidos de que puede hallarse algo de paz amordazando por un tiempo la conciencia. Pero llega un momento en que la falsa paz autolograda se vuelve contra uno. Llega un instante en que el alma, al decir “me encuentro libre de pecado”, oye que una voz que se burla diciendo: “Entonces, como ya eres santa, fírmame un autógrafo”.

San Juan Bautista predicó la conversión como camino para hallar la paz. Y al cabo de veinte siglos, en este tiempo duro y cariñoso del Adviento, la iglesia nos recuerda sus palabras y sus gestos con el mismo fin.