Hace una semana volvimos a acogernos a la proverbial hospitalidad cuencana. La cita literaria, fundada en 1978 por algunos intelectuales de esa ciudad –y que tomó el nombre de uno de sus iniciadores, en homenaje póstumo, el del brillante estudioso Alfonso Carrasco Veintimilla– se ha salvado de los olvidos y adormecimientos que amenazan las expresiones culturales del Ecuador. El trabajo de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Cuenca, en este amplio período de vida, es muy destacable. El director del Encuentro, Jorge Dávila Vásquez, debe sentirse satisfecho.

La reunión, de periodicidad irregular (a veces dos o tres años, en alguna ocasión difícil, muchos más), ha contribuido al enriquecimiento de los estudios literarios.
Los participantes se han esmerado en presentar análisis desde nuevas perspectivas, homenajes a autores importantes, visiones de conjunto o agudas profundizaciones en la singularidad de un tema. Esta vez la convocatoria se hizo en torno de las poéticas de autor. Tuvieron la palabra más los escritores que los analistas de sus obras, y no porque hubiera alguna preferencia por los creadores literarios, sino porque parecería que el ejercicio del trabajo administrativo, periodístico o docente atenaza a los críticos de oficio y los enmudece. Muchos perdimos la oportunidad de hacernos oír.

Una situación bastante perceptible a lo largo de las diecinueve mesas que se desarrollaron fue la incomprensión del concepto de poética. Algunos escritores confundieron biografismo, revelación intimista, con esta noción que viene de antiguo y quiere decir en su sentido más lato “reflexión sobre el quehacer literario”, una reflexión que podría empezar desde qué se comprende por literatura hasta terminar en hondas disquisiciones sobre la validez de las obras en la sociedad, su relación con su tiempo, sus luchas con la materia prima con que deben plasmarse. A fin de cuentas, los escritores utilizan el código más manoseado de todos, la palabra. De esas palabras cotidianas, consumidas, agotadas, tiene que emerger, permanentemente –a fuerza de las transformaciones individuales–, la novedad precursora de las revelaciones, la gema intocada por los autores precedentes.

Las poéticas de autor debían entregarnos claves de creación que nos permitieran ingresar mejor a las obras, pero no contarnos qué bebida prefería tal poeta o qué experiencia familiar estuvo cerca de determinada escritura. Solo por mencionar algunas, celebro las intervenciones de las escritoras Margarita Laso, María Fernanda Espinosa y Gabriela Alemán, que nos leyeron lúcidas iluminaciones de sus poemas y cuentos.

El Encuentro contó con el aporte de visitantes extranjeros. Este Diario ha recogido algunas opiniones de especialistas como el argentino Claudio Maiz y el chileno Nelson Osorio. No hay que estar de acuerdo con ellos para apreciar la solidez de sus pronunciamientos. Y como toda reunión literaria que se precie hubo numerosas presentaciones de libros: la obra nacional tenía que multiplicar sus lectores saltando la absurda frontera de las provincias que constantemente tiene al público al desconocer lo que escriben los autores de otros sectores del país. Fue enorme la generosidad de los organizadores al regalar muchos de esos libros a los asistentes.

Luego de todo lo que hemos oído, requerimos de un buen tiempo de meditación y de lectura. Eso sí, vale esperar de la numerosa juventud congregada por el IX Encuentro, el jubiloso relevo del quehacer literario. Ojalá que sea juventud estudiosa, crítica y creativa. Porque de las estrellas fugaces y estereotipadas ya hay bastante.