Hay quienes señalan que la circunstancia de que por quinta vez, el Gobierno esté tratando de llevar adelante la Asamblea Constituyente es un indicio de debilidad.

La confrontación entre el gobierno del presidente Palacio y el Congreso Nacional respecto de la Asamblea Constituyente ilustra, de manera ejemplar, las deficiencias y limitaciones de la cultura política ecuatoriana, hecho que en gran medida alienta el escepticismo e incredulidad que ma nifiesta la ciudadanía cuando se le pregunta acerca de lo que significa el proceso democrático del país.

Hay quienes señalan que la circunstancia de que por quinta vez, el Gobierno esté tratando de llevar adelante la Asamblea Constituyente es más bien un indicio de una clara debilidad al momento de manejar las estrategias políticas necesarias, especialmente si se toma en cuenta la histórica necedad del Congreso Nacional.
Ese comentario se apoya también en el hecho de que el presidente Palacio dejó pasar el momento propicio para sustentar la reforma política como un hecho inevitable, lo que podría explicarse por la confianza que tuvo el gobernante respecto de la supuesta apertura de los legisladores a aceptar un cambio dramático del diseño político e institucional del país.

Esa confianza en la sensatez de las fuerzas políticas del país es posiblemente lo que no ha permitido todavía hacer la reforma y posiblemente se constituye en el argumento de mayor credibilidad, al revisar la forma cómo el Gobierno ha encarado la tesis de tal reforma. Me parece que el Presidente pensó realmente que la clase política representada en el Congreso Nacional iba a mostrar una disposición especial que permita llegar finalmente al consenso necesario; en esa línea, el mandatario careció del consejo político necesario para prever que el Congreso Nacional, amarrado a sus pequeños espacios de intereses, estaba dispuesto a lidiar con otras opciones, mas no con la de la urgencia de la reforma política.

En resumen: la vieja historia de que nuestra clase política es incapaz de superar su encierro ante la perspectiva de una reforma profunda es eso, vieja historia que se reedita y se renueva con la frecuencia que sea necesaria. Nuestros políticos son, en su gran mayoría, un desastre, pero son nuestros políticos y en ese contexto, el Presidente debió haber asumido desde el primer día de su mandato que el diálogo iba a estar sembrado de trampas y desalientos. No  lo hizo –estoy seguro de buena fe– y por eso vemos cómo la posibilidad de la reforma se disipa ante la satisfacción notable de quienes pretenden que todo siga igual, como si en el gran feudo nada estuviese ocurriendo. El problema a las finales es ese, que a los ecuatorianos nos gusta vivir como si nada estuviese ocurriendo.