Sin embargo, todo esto no logra hacer reaccionar de manera efectiva a las autoridades, que parecen creer que la suerte que corren los internos en las cárceles del país no es de su incumbencia.

La misión del sistema penitenciario es castigar y, si fuese posible, reformar la conducta de los antisociales durante el tiempo que dure su pena, para devolverlos a la sociedad en mejores condiciones de las que entraron. Pero ocurre exactamente lo contrario: en las cárceles, delincuentes y criminales están condenados a incrementar su resentimiento social y peligrosidad. Es así como, con los impuestos que pagan los contribuyentes, se abona a la inseguridad ciudadana.

Reordenar 35 cárceles, en su mayoría con mafias organizadas de las que participan guías y administradores –por acción u omisión–, no es cosa fácil, mucho más si no se entregan los recursos presupuestados. Se requiere que las autoridades dejen de darle la espalda al sistema penitenciario y tomen en serio su trabajo para delinear una reestructuración transparente, con metas concretas y plazos establecidos.

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Es evidente que más de uno no está cumpliendo su tarea.