Tres veces nos insiste hoy el evangelio en que velemos. Es decir, en que nos mantengamos bien despiertos y que nos opongamos a la tentación, por mucho que nos apetezca, de darnos ni siquiera una cabezadita.

La razón de una exigencia tan tremenda la encontramos en la página sagrada de inmediato: hay que velar porque se ignora “el momento” en que vendrá el Señor. Y si al llegar nos encuentra más dormidos que despiertos, la cosa se complica malamente.

Puede regresar Nuestro Señor –como el hombre que viajó en aquellos tiempos en que no tenían buenas comunicaciones– a la hora menos esperada: al atardecer (cuando se está cansado), a la medianoche (cuando se está en lo más profundo del descanso), al canto del gallo (cuando se está desvaneciendo el sueño), o cuando ya no es hora de dormir (en la alborada).

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Esta imprevisible vuelta de nuestro Señor podemos entenderla en cuatro direcciones o niveles.  Puede aplicarse a su triunfal retorno cuando se acabe el mundo, a mi cierta y a la vez incierta muerte (que viene a ser el fin del mundo para mí), al asombroso Nacimiento del Señor en un momento dado de la historia, o a las invitaciones que me hace -verdaderas venidas a mi alma-para que cambie y dé un pasito más hacia el Amor que nunca acaba.

Este cuarto nivel es el que debe preocuparme más este domingo. Porque el tiempo del Adviento que hoy comienza, un tiempo lleno de afecto a Jesús, muy propicio para convertirme. Es un tiempo en que la gracia se derrama más copiosamente que otras veces, porque el Espíritu Santo, el que tiene la misión de hacerme santo, me llama más perseverante y delicadamente.

Me llama con sucesos exteriores y me llama con mociones interiores. Si le escucho y le obedezco, a la vez que me hago más sensible para percibir su acción y secundarla, sus llamadas se hacen más constantes y enamoradoras.

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Mas si prefiero no oír –si me duermo, como dice el evangelio– las llamadas disminuyen.
Y mi alma, por culpa de ese sueño, cada vez se hace más sorda para percibirlas, y más débil para aprovecharlas.

Ahora bien. El sueño del que me habla el evangelio es algo muy normal en mí. Porque por culpa del pecado original, al que siguieron mis pecados personales, en cuanto me descuido comienzo a conversar conmigo mismo, y a dar mil vueltas a mis cosas y a mis planes.

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Mas ¿cómo combatir el sueño de mi inútil egoísmo? ¿Cómo podré estar en vela permanentemente? La respuesta me la ofrece Jesucristo cuando me subraya las tareas de sus empleados: “Es igual que un hombre que se fue de viaje y que dejó su casa –me dice el evangelio-, y que dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara”.

Mataré mi egocentrismo procurando que los otros, los que Dios puso a mi lado, no se dejen atrapar por ese triste sueño. Es decir, cumpliendo bien mi oficio de portero.