Hace pocos días oí a un amigo referirse a lo del Notario de Machala como una historia de hiperrealismo mágico, con sus madejas de múltiples texturas y colores que ya se las quisiera Gabo para tejer la madre de todas sus novelas. Disentí entonces interiormente, sin decir nada porque las circunstancias de tiempo y lugar no eran oportunas. Pero ahora, al escribir este espacio semanal de análisis y opinión sobre noticias, puedo y debo exteriorizar del mejor modo posible, en apretada síntesis, las razones de mi disentimiento.

Es que lo mágico sugiere, de mano de la ilusión, cierta evasión o elusión de las leyes naturales, en tanto que la historia hasta ahora conocida de lo del notario de Machala, que sigue su curso después de su muerte y que quizá nunca termine de saberse completamente, no se sale un punto de la realidad natural, es decir la de nuestra naturaleza humana caída. Y disiento además de lo que dijo mi amigo, porque las novelas del Premio Nobel colombiano tienen matices muy pronunciados de comedia, a lo más de tragicomedia, en tanto que la triste realidad del caso que nos ocupa y conmociona estos días en Ecuador entraña sobre todo una profunda y cabal tragedia.

Estamos ante una especie de Fuenteovejuna moral, donde todos a una, con mayor o menor conciencia cada cual, por acción o por omisión, hemos llegado al punto de matar no al Comendador de la obra teatral de Calderón de la Barca, sino a la verdad esencial de que no todo lo útil, ni lo placentero, ni lo fácil es lo bueno en definitiva. Por eso siempre y no solo en nuestro pequeño mundo ecuatoriano, pero quizá ahora más que nunca por la cultura utilitarista, hedonista y relativista en que globalmente estamos inmersos –que nos empapa y procura penetrarnos hasta por los poros–, nos encontramos en peligro de caer en la tentación ante alguno de los falsos dioses a los que esa cultura erige altares desmesurados, quizá el mayor, el del dinero.

No me parece entonces que nadie puede lanzar la primera piedra, sino rendirse humildemente ante el verdadero Dios, el de la justicia y la misericordia, y no cansarse de pedirle que no nos deje caer en la tentación. Conscientes, por experiencia propia y ajena, de la fragilidad de nuestra naturaleza caída, hemos de fortalecerla y levantarla con la práctica de pequeños actos, cada vez mayores, que potencien nuestras capacidades naturales y sobrenaturales de modo habitual.
Esos hábitos se llaman virtudes, un nombre que elude la cultura imperante, que además niega el concepto y la realidad de lo sobrenatural.

Aclaro, para terminar, que el párrafo anterior en modo alguno sugiere ni significa que nos hagamos de la vista gorda con lo del notario de Machala. Todo lo contrario. Tenemos que ver y entender bien toda esa historia de realismo trágico, tan aleccionadora. Aplicar nuestras leyes, al par que sanear y salvaguardar nuestras instituciones clave, como las de justicia, ejército y policía, prevención y control públicos. Pero, ante todo y sobre todo, no dejarnos llevar por la fuerza de las malas costumbres, ni penetrar por la perniciosa cultura que nos empapa. Esto parecería estar más allá de nuestra mera capacidad natural y ciertamente lo está. Pero no más allá de la accesible realidad sobrenatural, la más real de todas.