El mundillo literario de nuestra ciudad está sacudido por un par de artículos publicados en Babelia, suplemento literario de El País, de Madrid, hace dos semanas. Han circulado por internet profusamente y han encendido polémicas cercanas y a larga distancia. Y a pesar de cuán discutible sea la materia de la que se ocupan –hacer panoramas de la literatura ecuatoriana en la apretura de un par de páginas– siempre será preferible que se hable de nuestra producción literaria a que siga hundida en la indiferencia y el silencio de un país que no lee.

Aceptarlo es identificar el interés por ser justo, comedido y oportuno cuando nos pronunciamos sobre la indeclinable expresión de nuestros escritores, quienes fieles a su vocación la cultivan a pesar del medio adverso. Humberto Robles, uno de nuestros solventes críticos que trabajan en los Estados Unidos, entrega su visión al periódico español poniendo énfasis en dos cosas: en el fenómeno de la emigración de ciudadanos y libros –numerosa la primera, inexistente la segunda– y en el gusto de los lectores. Y emprende el esfuerzo del panorama cayendo en el clásico pecado de las omisiones.

La respuesta de Wilfrido Corral, otro académico ecuatoriano haciendo respetable ejercicio crítico en los Estados Unidos, al parecer avivada por remitentes guayaquileños, es tan desmesurada que inmediatamente reconsidera y se retracta al punto de ofrecerle disculpas públicas al autor del artículo. Como él lo admite, fue víctima de un vicio emocional propio de nuestros círculos de seudoanálisis: atacar a la persona y no a las ideas con las que se disiente. Pero el acto de humildad que supone la excusa, lo redime de esa mezquindad repetida entre los contertulios de grupúsculos literarios. Desde otro ángulo del mismo país acogedor de nuestros intelectuales, Fernando Itúrburu, poeta y profesor, ofrece participar en el debate abierto por los artículos, el segundo de ellos de Mario Campaña.

Es que de debatir se trata. Pero no aludiendo al maestro de quien se es discípulo, al bando ideológico del autor, al taller literario en el que se ha formado parte, a la región ecuatoriana desde donde se escribe. Los círculos de amigos y compinches asfixian al medio y obnubilan la apreciación más o menos serena de la tenaz producción de escritura (y digo serena porque a nadie se le ocurriría hoy ponderar la inexistente objetividad en materia de formulación de criterios y juicios).

Las listas jamás son completas, al menos cuando todavía no pueden asentarse en la perspectiva del tiempo. Así y todo, que el artículo de Robles que revisa la narrativa del Ecuador y la divide en tres grupos de escritores, prescinda del nombre de Javier Vásconez es cosa que preocupa y fastidia. Y como no quiero abusar de mi malicia lo interpreto como un olvido grave y no como una descalificación. Vásconez, autor con libros en el país y en el extranjero, tomado en cuenta por analistas importantes, que ha recibido atención y estudio en universidades de otros países y cuya visión de profundo escarbador de realidades humanas y sociales está plasmada en dos libros que, a mi juicio, se ponen por encima de todos los suyos, Ciudad lejana (1982) y El viajero de Praga (1996), tiene que ser considerado, indispensablemente, al momento de cualquier representación de las letras del Ecuador.