La gran mayoría de estadounidenses simplemente son de centroizquierda o centroderecha. Por eso muchos no se sienten representados en un Congreso, donde solo existen posiciones extremas.

“Querido Dios que estás en el Cielo: perdona mis pecados, porque fui a China y he tenido malos pensamientos.
Perdóname, Padre celestial, porque he mirado con ojos de envidia el sistema político autoritario chino, donde los líderes pueden dar órdenes para que se resuelvan los problemas. El vicealcalde de Shanghai me contó que como su ciudad se estaba contaminando mucho, simplemente ordenó que salgan del mercado miles de pequeñas fábricas para limpiar así el medio ambiente.

“Perdóname, Padre celestial, porque sé que el sistema político de China no es el ideal, pero hoy las democracias parecen incapaces de tomar decisiones difíciles y no puedo dejar de sentir envidia ante la capacidad de China para resolver problemas de verdad difíciles. Amén”.

Bueno, espero que hayan entendido el mensaje. Justo cuando sermoneamos a otras naciones sobre la necesidad de adoptar el sistema democrático, nuestra propia democracia parece estar paralizada sin remedio. Me preocupa la  brecha que existe entre los enormes problemas que hoy enfrenta nuestro país (reforma de la seguridad social, salud, educación, cambio climático, energía) y el frágil mandato del que dispone nuestra democracia para enfrentar esas tareas.

¿Por qué ocurre esto? En parte, por la forma injusta en que se han dividido los distritos electorales en Estados Unidos. Como resultado de esa injusta división, la mayoría de los escaños en el Congreso están reservados para uno u otro partido; de tal modo que la elección que realmente importa es la primaria del propio partido, donde demócratas se enfrentan contra demócratas y republicanos contra republicanos. Por eso ganan los candidatos que mejor atraen a las bases de sus propios partidos, lo que quiere decir que terminamos con un Congreso paralizado por el enfrentamiento entre izquierda radical y derecha radical.

Hay que agregar la fragmentación de los medios informativos y la pérdida de autoridad de instituciones tradicionales con una postura de centro –incluido este periódico–, y con eso se obtiene lo que Moisés Naim, editor de la revista Foreign Policy, con acierto llama “la edad de la difusión”.

“Muéstrenme un gobierno elegido democráticamente en cualquier parte del mundo, con un mandato popular enraizado en una victoria aplastante; no hay muchos así”, dice Naim, cuyo nuevo libro Ilicit (Ilícito) es de lectura obligatoria. Su preocupación es cómo ciertos protagonistas ilícitos de la política pueden usar las herramientas de la globalización para debilitar países y el poder de los ejecutivos en todo el mundo. “En todos lados surgen estos grupos que pueden desviar, contener o detener cualquier iniciativa. Esta es la razón por la cual pocos gobiernos en la actualidad pueden generar un mandato fuerte y unitario”.

Es un dilema real porque la gran mayoría de estadounidenses simplemente son de centroizquierda o centroderecha. Por eso muchos no se sienten representados en un Congreso, donde solo existen posiciones extremas.
Más aún, las soluciones a nuestros mayores problemas (en especial la seguridad social y salud) solo se podrán hallar con un compromiso entre la centroizquierda y la centroderecha. Esto es doblemente cierto hoy en día, cuando las soluciones reales requieren que Washington le quite ciertos beneficios al pueblo.

Sin embargo, nuestra política ya no premia la buena conducta. Ronald Reagan, el presidente más sobrevalorado en la historia estadounidense, redujo los impuestos y aumentó el gasto gubernamental, disparando un enorme pico en el déficit. Sin embargo, dado que lo hizo con una sonrisa reluciente y coincidió con la decadencia de la Unión Soviética, se le recuerda como un gran hombre. En cambio, George Bush padre aumentó los impuestos, ayudó a preparar la prosperidad de los años noventa y se las arregló para intervenir en el colapso de la Unión Soviética sin disparar un solo balazo y aun así se lo recuerda (incluso por su propio hijo, según parece) como un presidente que falló.

Súmese todo esto y se podrá entender por qué nos hemos colocado en una posición en la que solo la crisis total del sistema podrá generar suficiente autoridad para que un gobierno democrático haga bien las cosas.

Recemos.

© The New York Times
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