Siempre he tenido dificultades para entender la propiedad intelectual, porque el conocimiento humano se apoya en las experiencias acumuladas a lo largo de milenios por quienes nos antecedieron. Cuando hace pocos días solicité a los estudiantes libros cuyo costo era de $ 30 y $ 40, la solución evidente fue fotocopiarlos, en flagrante desmedro de los derechos de autor…

Quien escribe un libro, una partitura, inventa una fórmula matemática o medicinal, no parte de cero. ¿Quién tuvo derechos de autor sobre la rueda, el fuego, los vitrales de las iglesias góticas, los monumentos de la antigüedad? Es evidente que la creación artística dice aquello que los demás quieren expresar y no saben cómo. De lo contrario los demás no podrían disfrutarla, admirarla, transformarla y tejer a partir de su interiorización la sociedad democrática que comparte conocimientos, sentimientos y crece colectivamente. Los efectos de la globalización, los cambios en la manera de producir, la tercerización del trabajo, junto al elogio del éxito individual que conlleva la competencia y la oposición entre las personas y la falta de un verdadero proyecto de sociedad colectiva, han introducido desencanto y rupturas fundamentales. Recuerdo lo que le sucedió a un empresario ecuatoriano que visitaba un colegio en Japón. Los jóvenes hablaban en español, él elogió al más destacado, este se puso rojo y se lo veía avergonzado. Como insistió en sus capacidades muy superiores a la del resto del grupo, el muchacho se paró y pidió disculpas a sus compañeros por saber más que ellos, pues se suponía que debían aprender de manera similar. Si él se destacaba demasiado, eso indicaba que no había compartido conocimientos.

Los autores toman su experiencia y la de otros, mezclan ingredientes de manera personal y transforman en eclosión original una experiencia colectiva que toma ribetes únicos en la persona que la realiza y tiene la habilidad para ejecutarla.
Quien puede realizarlo es un pionero, abre una brecha que se transforma en camino. Los caminos están hechos para ser recorridos, de lo contrario se esfuman. Cuando comemos un pan caliente que sabe a hogar, este se transforma en cuerpo nuestro. Sin la comida morimos, pero somos mucho más que la comida. Cualquier creación intelectual es mucho más que aquello que el autor quiso hacer. La evolución posterior de la obra no le pertenece, pues si es vida tendrá su propio ritmo, sus etapas de crecimiento, de estancamiento y de evolución.

Cuando Estados Unidos quiere cobrarnos derechos de propiedad intelectual en los medicamentos que nos devuelven las compañías farmacéuticas, luego de aprender de los indígenas nativos de la selva para qué sirve cada hierba, cada animal, encareciendo su uso en beneficio de las compañías distribuidoras y del descubridor de la fórmula que permite su uso masivo, nos indignamos.

¿Cuál es, al decir de Hervé Le Crosnier, el equilibrio específico de los derechos de autor, es decir, cómo asegurar la retribución equitativa de los autores y de todo el entorno que hace posible la producción y su difusión (la educación, la edición, las bibliotecas, la medicina, las industrias, etcétera) sin dañar ese bien público global que es el conocimiento y el derecho a divulgarlo? ¿Qué se pretende cuando se desea “repensar los derechos de autor”? ¿Favorecer la difusión cultural e intercambio económico, encontrando nuevos y diversos modos de financiar la creación, o bien transformar los bienes culturales y avances tecnológicos en mercancías cuyo pago tenemos que hacer cada vez que las utilizamos, cual moderno peaje excluyente de las mayorías?

Las preguntas están planteadas, no sé las respuestas, pero una copla de Osiris Rodríguez Castillo dice bien lo que yo balbuceo mal:

“Quiero una copla que cante cuando ya no cante yo, semilla que lleva el viento sin acordarse de qué tallo era la flor.

“Polvo se hará mi guitarra; mi memoria, cerrazón. Mi nombre pueda que muera, mis versos puedan que no”.