Hace algunas semanas me dolía, en este espacio, de los actos culturales aburridos, de las sesudas presentaciones de libros. Pero hace pocos días he mitigado mi tedio al asistir a un ritual sui géneris organizado en torno de uno que desde su título y Leitmotiv revela su originalidad. Se trata de Dracofilia, de la joven escritora guayaquileña Solange Rodríguez Pappe. No voy a referirme al libro porque a duras penas he pasado sus páginas, saltando entre nombres seductores y textos cortos. Quiero reparar en algunos hechos de su noche de nacimiento, que creo dignos de comentario.

En primer lugar me parece destacable que el plantel en que trabaja la escritora como maestra, el Colegio Politécnico, sea el editor y promotor de la obra. Ese voto de confianza y estímulo a las acciones creativas de una de sus colaboradoras, debe operar como columna sostenedora de su quehacer. Ella muy pronto le demostró a sus autoridades, cuánto es capaz de hacer el profesor de literatura por los jóvenes, cuando está tocado por el hálito de la pasión y de la fe en lo que hace. Las palabras del vicerrector Luis García fueron muy elocuentes al respecto. Y los alumnos avivando a su maestra, paridora de buenas clases y de interesantes textos, estuvieron allí para confirmar cuán apasionados están por las letras.

El acto que fue anunciado como un “ritual mágico”, tuvo de todo un poco. También los excesos un tanto exhibicionistas a que son proclives las personas que viven momentos de intensidad. Un anunciador de lenguaje especialmente figurativo, una presentadora analítica y austera en contraste con la fiesta que se movía en su contorno, tragafuegos y zanqueros, un coro con canciones inapropiadas para el corte hechizante del momento, una bailarina atípica si la veíamos desde los esquemas del arte de la danza.

Solange, la autora, vive en olor de literatura. A ratos me parece un personaje más de sus historias, y como la conozco desde las aulas universitarias he podido apreciar su evolución dentro de un oficio que admitía como propio desde cuando borroneaba sus líneas con faltas de ortografía, pero con un vigor y una audacia llamativos en sus escasos años. Admiro que no se haya apartado de sus metas, que sus cuentos de hoy deliberadamente busquen caminos diferentes y se separen de los tópicos literarios de su generación, que sea una mujer sin pelos en la lengua ni goteos en su pluma.

El que haya encontrado una simbología caudalosa en el mundo de los dragones es cosa que me pone a meditar, que incita mis curiosidades de lectora. Solange nos invita a tender las alas de la fantasía sobre los lomos de esas criaturas de fealdad desvalida que podrían aparecer en cualquier sueño o acercársenos transfigurados en seres humanos, según se aprenda a mirar escrutadoramente el mundo.

Aplaudo la novedad del acto, las argucias para ponernos un libro nuevo en el camino. Todo está bien mientras la obra literaria –y no su autor– sea el principal protagonista de la fiesta. Porque no quiero acompañar a nadie en sus desbordes de vanidad, que al fin y al cabo, quienes sobrevivirán, si valen la pena, serán los libros.