En la cabecera cantonal la vida no solo transcurre en cosecha de arroz y el comercio, también se encuentran manos habilidosas que elaboran artículos como rosquitas, vasijas de barro y canoas de madera,  apreciadas por los habitantes de otros cantones que llegan para adquirirlos.

Sus calles irregulares y viviendas típicas de un pueblo de la Costa no llaman la atención. Pero basta introducirse un poco y se descubre que en Samborondón su arquitectura no es lo que cautiva, sino las obras que resultan de las manos de sus artesanos.

Un ejemplo es José Bolívar Vargas Franco. En sus manos se resume la habilidad.
El cargo de don se lo tiene “bien ganado”, reconocen  habitantes del cantón, pues es considerado “una institución” de Samborondón porque  a sus  82 años es el pionero de la alfarería.

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En su taller, un espacio con piso de tierra, paredes de caña y ladrillos sin enlucir, techo de zinc y donde se siente un calor invernal, pese a que afuera el día está fresco, se mueven las temblorosas y arrugadas manos de don José, que aún dan forma a las vasijas, cazuelas, floreros y otros artículos que allí se elaboran con el “barro virgen” del campo costeño.

Con una voz que se apaga por momentos, pero con un buen sentido del humor,  cuenta que comenzó a trabajar en la alfarería por la necesidad de ayudar a su madre, Alejandrina Franco, y a sus hermanos.

Aprendió el oficio de Manuel Parra, su padrastro, el que suplió las enseñanzas de ese padre que se marchó cuando  era un niño.

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Sus inicios en esta labor comenzaron en Guayaquil, adonde se trasladó con su progenitora  desde pequeño, en el taller de El Cuencano –como él cariñosamente lo recuerda– en las calles San Martín y Chimborazo.

Pero al cabo de los años sintió que  era hora de formar su hogar y una mañana se marchó a su natal Samborondón. Fue un viaje sin regreso. Su acompañante, Mercedes León,  todavía está junto a él y le ha dado diez hijos.

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Con pocos ahorros, sin casa y trabajo, no se dejó vencer por la adversidad y se dedicó a lo único que sabía y que aún le sirve para mantener a su familia. Nunca se dejó tentar por la bonanza de la producción de arroz, principal actividad del cantón. Don José siguió en lo suyo.

Con sus tres máquinas giratorias, en la que el único motor es la fuerza de las piernas, don José ha elaborado miles de artesanías, que con el paso del tiempo fueron a parar a   jardines y florerías de los cantones cercanos, especialmente al mercado de flores junto al cementerio general de Guayaquil.

Sus ayudantes aprendieron el oficio y posteriormente siguieron su ejemplo y en Samborondón la alfarería se volvió una tradición. Los otros talleres más antiguos pertenecen a las familias Vera, González y Díaz.

Pero los años no pasan en vano, dice el refrán y para don José no es la excepción. Su hijo Walter, de 45 años, le ha tomado la posta en la mayor parte del trabajo. “Eso le alegra el alma a mi viejo”, manifiesta  el heredero de este arte, pues la tradición seguirá por unos años más.

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