El plan de juego de este Gobierno es engañar al pueblo tanto como sea posible (no solo sobre la guerra sino sobre impuestos, seguridad social o política energética) y castigar a cualquiera que intente refutar la locura con la verdad.

Existe una razón por la cual muchos altos funcionarios del gobierno de Bush tratan la verdad como si fuera kriptonita: más que ninguna otra cosa, la simple verdad tiene el potencial de destruir a la pandilla de Bush.

Scooter Libby fue uno de los personajes más poderosos de este gobierno, el asesor en el que Dick Cheney más confiaba y el campeón de las patrañas absolutas que nos condujeron al crisol iraquí. No he sabido de nadie que exprese sorpresa porque le haya mentido a los servicios de investigación.

Sin embargo, si se ha de creer en la acusación federal emitida la semana pasada en Washington, Libby mintió con indiferencia irresponsable. Fue como si hubiese ondeado banderines rojos frente al gran jurado y gritado: “¡Vengan por mí!”.

Sería difícil que alguna otra vez un abogado del gobierno diga el tipo de mentiras evidentes que, según el fiscal, le dijo al FBI y al gran jurado.

La acusación del fiscal dice, por ejemplo, que Libby le aseveró a los federales que sostuvo una conversación con Tim Russert de NBC en la que este dijo que “todos los reporteros” sabían que Valerie Wilson, la esposa del ex diplomático Joseph Wilson, trabajaba en la CIA. Pero según la acusación y según Russert, tal conversación nunca ocurrió.

El propio Libby hizo circular el rumor sobre Wilson y, como Patrick Fitzgerald, el fiscal especial que investiga el caso, afirmó: “Mintió sobre ello después, bajo juramento y en repetidas ocasiones”.

¿Por qué razón Libby hizo lo que hizo? ¿Lealtad equivocada? ¿Una necesidad irrefrenable de ser castigado por sus pecados? Quizá solo sea un imbécil. De consecuencias mayores para la República es el hecho de que Libby no sea un funcionario desventurado que de alguna forma perdió la ruta. Es un síntoma, la tos áspera que debería alertarnos sobre una peligrosa enfermedad: me refiero a la cultura del engaño del gobierno de Bush.

Scooter Libby era el principal hombre del Vicepresidente más poderoso en la historia de Estados Unidos. El aspecto más importante de la acción judicial contra Libby por perjurio y obstrucción de la justicia es que probablemente aclarará la forma en que este gobierno lleva a cabo sus actividades: su forma incesante, casi patológica, de minar la verdad, y el trato implacable que da a las personas que se aferran a la noción pasada de moda de que sí importa la verdad.

Condoleezza Rice, por ejemplo, nos contó pesadillas sobre supuestas nubes en forma de hongo y declaró en televisión que los tubos de aluminio requisados camino a Iraq “en realidad solo eran apropiados para usarlos en programas de armamento nuclear”. Quizá se le olvidó que un año antes su personal supo que los expertos tenían serias dudas al respecto. Aun así fue promovida a Secretaria de Estado.

El general Eric Shinseki enfrentó a un destino diferente cuando, como jefe de Estado Mayor del Ejército, se atrevió a decir ante un comité senatorial la incómoda verdad de que se necesitarían varios cientos de miles de soldados para pacificar el Iraq de la posguerra. No consiguió ninguna promoción. Se evaporó su carrera prolongada y honorable.

Ese es el plan de juego de este gobierno, engañar al pueblo tanto como sea posible (no solo sobre la guerra, sino sobre impuestos, seguridad social o política energética) y castigar a cualquiera que intente refutar la locura con la verdad.

La mayoría de los integrantes del gobierno son más astutos que Scooter Libby cuando lanzan humo para esconder la verdad sobre asuntos importantes. Disimulan y se dan flexibilidad en las opciones. El arte en la forma de hablar de Bush es lograr el efecto de una mentira sin que lo agarren. Eso fue lo que los funcionarios gubernamentales hicieron cuando deliberadamente fomentaron la impresión de que Saddam Hussein tenía vínculos con Al-Qaeda y por tanto estaba implicado en los ataques del 11 de septiembre. Es una forma insidiosa de gobernar, opuesta a lo que debería ser Estados Unidos.

Algo nos debe decir el hecho de que el sinvergüenza más conocido, Karl Rove, que está hasta el cuello en este desorden, se las ha ingeniado hasta ahora para escaparse de una acción judicial, pasando como el empleado más importante, valioso y absolutamente indispensable del presidente Bush.

The New York Times News Service