El argentino presenta un conjunto de obras que incorpora como principal elemento narrativo el uso de textos.

En un encomiable modelo de intercambio cuatro artistas de la galería Braga-Menéndez de Buenos Aires se exponen en la galería dpm. Este artículo –originalmente planeado para hablar de todos– me quedó corto solo con uno.

La muestra –a la vista hasta mañana– ofrece un refrescante y bienvenido soplo visual a cargo de Lorena Ventimiglia (Buenos Aires, 1971), Sebastiano Mauri (Milán, 1972), Juan Tessi (Lima, 1972) y Guillermo Iuso (Buenos Aires, 1963).

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De este último nos presentan un conjunto de obras que incorpora como elemento narrativo principal el uso de textos. A manera de listas, tablas, registros y anotaciones formalmente informales el artista hace detallados recuentos de sus rocambolescos vicios, gustos, consumos, afecciones e intereses, y en una actitud siempre autorreferencial cavila a ratos en torno a los más banales y enfermizos placeres –y “torturas”– cotidianas.

Para qué parafrasear si él lo resume tan bien: El humor, la ironía, la escatología, la categorización, la incidencia de lo diarístico, la insolente provocación, y la voluntad automitificante dominan mi producción.

Visualmente los textos y datos se despliegan –con mayor cuidado de lo que aparenta– sobre un lecho de frívola decoración abstracta, que guarda relación con la estética adolescente que encontramos en los garabatos privados de un cuaderno de colegio. De ahí se desprende esta aura de revelador diario, inmediato, crudo, espontáneo y a la vena. Los colores estridentes y alegres no hacen sino celebrar los propios contenidos; se dice que históricamente los excesos de ornamento eran síntomas de opulencias desbordadas, y el horror vacui que invade estos trabajos encaja como anillo al dedo en este sentido. Las fotografías que aplica en crudo collage –en clave de instantáneas de álbum– le otorgan adicional verismo por su carácter documental.

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El afán por levantar un archivo de lo personal tiene en el campo del arte algunos antecedentes, uno de los más obsesivos –en sus connotaciones rituales y performáticas– se encuentra en los procesos de acumulación que sostuvo Dieter Roth (Hannover, 1930 - Basilea, 1998), quien permanece como personaje oscuro al conscientemente operar fuera del mainstream. Su particular práctica –la cual invoco en tanto genealogía de estos impulsos– no opera como referente ascendente en este caso.

Las comparaciones –tan odiosas siempre– son sin embargo inevitables, especialmente si se relacionan en la misma cota generacional y son de tan alto perfil como la británica Tracey Emin (Londres, 1963). Los vincula el elemento de purga y catarsis que emana de este tipo de trabajos de naturaleza confesional y el aspecto carismático de las narrativas autobiográficas. Emin, sin embargo, expone la minucia de su vida en una gama más amplia de medios. Lo que nos puede recordar su emblemática carpa titulada Todos con quienes alguna vez he dormido 1963-1995 (1995) por su recuento inventarial puede llevar a más de uno a la confusión de lo que es en realidad un paralelismo, que como obra suelta puede compartir inquietudes, pero como trabajo sostenido emplea enfoques distintos que no derivan en experiencias y resultados similares.

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La arqueología del ego de Iuso (no aparenta ser casualidad que sus títulos incorporen siempre un MI o un YO) no apunta, a mi criterio, a integrar arte con vida, sino a obliterar todo límite entre estas esferas, a fundirlas. Los dispositivos psicológicos que activa operan de manera paulatina: la confrontación inicial potencialmente desencadena un proceso comparativo con el receptor, que provoca desde la insana envidia hasta la condena moral, pero el gusanillo que logra inquietar no queda en la anécdota superficial, persiste con uno eventualmente profundizando la ilusoria estabilidad racional del primer encuentro.

Como bien anotaba la curadora Lupe Álvarez en una charla con el autor los impulsos de Iuso tienen características típicas de un clima de destape luego de periodos represivos, en este caso coincidiendo la acomodada adolescencia de su autor con un periodo de forzoso recato en su país, el cual se esfumó con el fin del régimen militar.

La obra, al permitirnos espiar su vida morbosamente por el cerrojo de la galería, nos tiende una trampa ya que lo que vemos del otro lado actúa además como espejo, cuyos reflejos devuelven contemplaciones que hurgan tanto en lo individual como en lo colectivo. Esto último es especialmente cierto si la experiencia personal del artista se contrasta con las complejidades y sutilezas del tejido social, económico y cultural argentino.

El que el artista se solace en lo abyecto no es el meollo del asunto; el vedetismo y exhibicionismo son los antivalores que echan a andar la obra, pero lo clave estriba en la facultad del receptor de poder disolver el solipsismo, enriquecer ese aparente gesto vacío.

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Llega un punto en que concluyo –resistiendo el clamor de mi innato escepticismo– que lo que pone Iuso a circular no debe escrutarse en su grado de fidelidad hacia una realidad concreta, o si la misma se adereza de fabulaciones noveladas. Su problemática ética no gira en realidad sobre este único punto, cuyas complejidades, en tal caso, son ricas y dignas de discutirse. Que el artista festeje y eleve a nivel de obra el hecho de que su “hemorroides cumple 7 años” o que su “pija no envejece” no debería de afectarnos, pero misteriosamente lo hace.

Lo que comienza con aires de comedia y bufonería termina en la lamentable tragedia de reconocernos como seres patéticos, básicos y elementales, más parecidos a los otros de lo que quisiéramos creer. Este artista, que tiene –para citar un agudo comentario– “el pudor desplazado”, convierte lo explícitamente fofo en materia de reflexión, hace algo con la nada. Ahí está su valor.