Hace tres años Joseph Wilson viajó a Níger (África) para comprobar si era cierto que Iraq había intentado traficar materiales atómicos con ese país. Al concluir su trabajo, el diplomático concluyó que no habían existido tales negociaciones, y así lo informó a sus jefes.

Pero en la Casa Blanca no hicieron caso de su reporte. Mientras las tropas norteamericanas entraban a Bagdad, George Bush seguía hablando de las supuestas negociaciones en Níger para justificar la matanza que había ordenado.

Wilson se sintió traicionado por el Gobierno, al que acusó de mentirle a la nación. Una y otra vez insistió en su denuncia, hasta que comenzó a convertirse en un dolor de cabeza para la Casa Blanca.

Entonces los periodistas Robert Novak, de CNN, y Mathew Cooper, de la revista Time, revelaron que la mujer de Wilson, Valerie, era agente secreta de la CIA. Con eso daban a entender que el diplomático y su esposa habían compartido ilegalmente información clasificada, lo que le restó seriedad a las críticas de Wilson.

Pero resulta que revelar la identidad de un agente de la CIA en Estados Unidos es un delito, así que un juez le exigió a los periodistas que dijesen dónde habían obtenido esa información. Los periodistas se negaron. Judith Miller, de The New York Times, que no había publicado nada sobre el asunto pero que lo estaba investigando, fue a la cárcel, presentándose como una heroína dispuesta a afrontar las consecuencias de sus actos. (Más tarde, la heroína se doblegó y algo le dijo a los investigadores).

Hace dos días, sin embargo, el fiscal especial Patrick Fitzgerald, comenzó a revelarnos la verdad.

Resulta que el secreto de que Valerie Wilson era agente de la CIA no fue extraído de las entrañas del Estado por ningún periodista temerario. La información la filtró el entorno presidencial a propósito, como parte de un plan perverso diseñado al parecer por Karl Rove, asesor del Presidente, y Lewis Libby, asesor del Vicepresidente, para desprestigiar a Wilson. Los periodistas que se negaron a confesarlo no fueron héroes sino cómplices (o tontos útiles) de un nefasto intento del Estado para ocultar la verdad y perseguir a sus opositores.

Paradójicamente, el fiscal no ha podido demostrar que Libby o Rove revelaran el secreto de la mujer de Wilson; pero, en cambio ha reunido evidencia para demostrar que Libby le mintió a los investigadores, y solo por eso podría pasar 30 años en la cárcel.

Al inicio del caso Watergate no hubo acusaciones directas contra casi nadie. No había cómo probar delitos. Pero en cambio se reunió evidencia abrumadora de que la Casa Blanca estaba tratando de encubrirlo todo, y así Richard Nixon acabó como acabó.
Bill Clinton casi pierde su puesto, no por haber mantenido sexo oral con una jovencita, sino por mentir. No sabemos cómo terminará esta nueva historia. Me alegraré si George Bush paga por sus fechorías, pero quizás eso nunca ocurra.

Lo que sí sucederá, o al menos eso espero, es que la próxima vez los periodistas seremos más cuidadosos para creernos que el derecho a la reserva de la fuente está por encima de cualquier consideración. Los periodistas trabajamos para los ciudadanos. Solo a ellos nos debemos. Así que cuando el Estado intenta hacerles daño, no estamos obligados a guardarle a la burocracia ninguna consideración.