Cartas a mi hermano el poco practicante

Queridísimo Ratón:

Me tienes sorprendido. No me imaginaba que tendría, con unas pocas letras, tanto interés en conocer a fondo la Sagrada Eucaristía. Aunque desde que empecé a escribirte, esperaba que el Misterio del “Amor-hasta-el extremo”, a ti que buscas el amor honradamente, te acabaría cautivando.

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Hoy te  escribiré sobre otro efecto impresionante de la Eucaristía: la unión con nuestro Dios aquí en la tierra y la unión con los demás hijos de Dios.

Para acercarnos de algún modo a este Misterio, volveremos otra vez a lo que les sucede a los enamorados. No encuentro otro camino más “andable”.

Ellos, los que se aman seriamente, quieren darse el uno al otro todo lo que tienen.
Todo lo que les parece un bien, en su vida o en su entorno, lo desean para la persona amada. Y como tienen por supremo bien la vida, se la quieren entregar enteramente.

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Esto pasa en la Sagrada Eucaristía: Jesucristo, a quien comulga con el alma preparada como debe ser, le da su Vida entera. Es decir, le comunica más intensamente, según el que comulga lo permite, aquella Vida que  el Espíritu le concedió con el Bautismo. Si sus disposiciones fueran las mejores, el alma llegaría, con una sola Comunión, a tener la santidad debida.

Pero hay más aún. Los que se quieren no pretenden solo darse por entero: anhelan integrarse tan estrechamente que desean convertirse en una sola cosa; llegar a la total “fusión”.

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Jesús, a quien comulga con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad le transforma en sí mismo. Le hace “ser tan Él” que quien comulga puede repetir lo de San Pablo: “Vivo, pero no soy yo, sino que es Cristo quien vive en mí”.

San Agustín nos lo explicaba confesándonos que Dios le hablaba así en el alma: “Yo soy alimento de grandes. Crece y me comerás; pero no me transformarás en ti, sino que tú te transformarás en mí”. Y San Cirilo de Jerusalén, un padre de la Iglesia de hace fu, observaba que Jesús, con la Sagrada Comunión, nos hace “concorpóreos y consanguíneos suyos”.

Gracias a esta identificación con Jesucristo, quien comulga no solo se une a la Cabeza del Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia: también se une a todos los restantes miembros de ese Cuerpo e, incluso, a los que deben integrarse en ese Cuerpo.

Por eso el recordado papa Juan Pablo II, en su Encíclica “Ecclesia de Eucharistia” llama a la Eucaristía “fuerza generadora de la unidad del Cuerpo de Cristo”. Y añade a continuación: “la Eucaristía, construyendo la Iglesia, crea, precisamente por ello, comunidad entre los hombres”.

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Bueno, mi querido hermano, debo ya dejarte. Pide un poco por mí que  estoy saliendo de una gripe de lo más vulgar.