No se repara que jamás una Constitución podría contemplar la posibilidad de que en un momento determinado de su vida jurídica pueda convocarse a una Constituyente.

Los argumentos jurídicos que han aflorado para negar la posibilidad de una consulta popular como paso previo a la instalación de una Asamblea Constituyente revelan estrategias discursivas de la clase política dominante que nos ayudan a comprender o, mejor dicho, confirmar la profundidad de nuestra crisis. En todos estos argumentos subyace la convicción de la dirigencia política de que nada existe, ni puede existir, al margen, y menos por encima de ella. Nosotros lo somos todo. Nada existe sin nosotros.
Nada hay más allá de nosotros. Y todo lo que existe, existe gracias a nosotros. Este es el dogma. Esta es la melodía de fondo que escuchamos detrás de tanta palabrería.  Todos en coro han salido  a decirnos que es imposible convocar a una Constituyente.
Para unos es porque dicha “figura” no consta en la Constitución. Para otros, porque se necesitaría un golpe de Estado y un Estado de facto para luego convocarla. Y como la posibilidad de convocar a una Asamblea no consta en la Carta Fundamental y como vivimos en un régimen de derecho –cosa harto discutible, por cierto–, entonces no cabe la convocatoria. Monumento al absurdo.

No se repara que jamás una Constitución podría contemplar la posibilidad de que en un momento determinado de su vida jurídica pueda convocarse a una Constituyente. Esta es una posibilidad que no tiene fundamento lógico ni antecedentes históricos.
Precisamente es por ello porque se necesita un plebiscito, porque es una decisión que únicamente nosotros, los ciudadanos, podemos tomarla. Es la ciudadanía la que puede soberanamente disolver los poderes constituidos para abrir paso a una Asamblea con el propósito de que dicte una nueva Carta Fundamental. Y al hacerlo no lo hace violentando el marco institucional sino al contrario. Pensar que las asambleas constituyentes únicamente se pueden instalar luego de una ruptura constitucional es desconocer los diversos cauces por donde el poder constituyente puede canalizarse y expresarse.

Pero basta de argumentos jurídicos. El problema, lo sabemos todos, es político. Es el temor de la clase dirigente ecuatoriana a perder espacios de poder, a que se introduzcan cambios, por mínimos que ellos sean, que puedan mejorar el proceso político y poner un cierto orden en el caos que han creado y del que se han beneficiado. Los únicos cambios que esta gente aceptaría son cambios marginales, inocuos y superficiales. Y si tanto se insiste en una consulta, bueno que se la haga pero planteando preguntas tales como “¿Desea usted que los calcetines de los diputados sean de color negro o azul?”, o cosas similares.

Claro que la Asamblea no es la panacea a los problemas del país. Cierto es que podría llevarnos a otra frustración. Pero, ¿qué alternativa nos queda ante tanta miopía?
¿Esperar unos veinte años para ver si ocurre un milagro?  En todo caso, quedará la incógnita de por qué el Gobierno no la convocó en el momento en que las condiciones le eran favorables, sino que esperó para cuando sabía que se la iban a negar.