Durante dos décadas, sin metas numéricas impuestas por el FMI ni atado a ningún esquema rígido (a ninguna “camisa de fuerza”, diríamos nosotros), supo utilizar con habilidad la política monetaria para sortear la recesión primero y evitar la inflación después.

Nos demostró que cuando existen funcionarios que no vociferan, sino que dialogan, e instituciones estables, que difícilmente se pueden manipular, las recetas no se necesitan, porque se tiene lo más importante: sensatez y coherencia.

Greenspan no fue un genio ni un santo. Sus críticos han escrito mucho al respecto. Algo de su fama se la debe a la suerte, pues le tocó vivir un larguísimo periodo de prosperidad en los mercados norteamericanos. Pero también enfrentó las primeras crisis de la economía global en la posguerra, que presentaron características únicas, y para las que nadie estaba del todo preparado. Y su actuación fue tal, que presidentes republicanos y demócratas no tuvieron más que sostenerlo, o tolerarlo, como se prefiera.

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Difícil tarea le toca a su sucesor –promovido por George Bush–, que inexorablemente será comparado con una personalidad como la que ayer anunció su retiro de la FED.