A los 41 años de edad, Mario Mendoza es el primer escritor colombiano en obtener el Premio Biblioteca Breve 2002, uno de los galardones más prestigiosos de habla hispana.

La entrevista con Mario Mendoza es el sábado a las once. Mientras tanto, es necesario recorrer las páginas de Cobro de sangre, la última novela de este escritor colombiano (Bogotá, 1964) que pertenece a la más reciente generación de novelistas, Premio Biblioteca Breve 2002 con su obra Satanás. Iniciada la lectura de Cobro de sangre, no es posible detenerse. El personaje encarna su propia fuga, y en ella nos arrastra. La noche llega y con ella las últimas páginas de una lectura de corrido, intensa. Puede, entonces, comenzar el diálogo.

P: La violencia en tu novela es la que sufre un individuo, solo. ¿En Colombia se ha individualizado la violencia?
R: En Cobro de sangre trabajo en torno a una violencia que se ha dejado de lado, la violencia transpolítica, la del propio sistema. La amenaza sobre el individuo, cada uno roto, quebrado. Y en la historia de un individuo, podemos ver lo que ocurre con toda una colectividad. Yo voy acompañando al personaje en su desastre moral, humano, en su descenso a los infiernos; y a través de él, se puede mirar a toda una nación.

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P: ¿La violencia como un hecho ineludible, como una fatalidad?
R: No. Hemos estado viviendo entre bandos en conflicto; pero en medio, ha venido surgiendo, cada vez más contundente, la presencia de la sociedad civil. Los que no matamos, los que no nos armamos, los que no queremos enriquecernos rápidamente, somos muchísimos más. No hay un fatum, una especie de destino siniestro. Lo que viene ganando terreno es la presencia de esa sociedad civil.

P: En momentos de tu obra, hay la visión de una Colombia desmantelada, sin liderazgo político, un país descuadernado...
R: Hemos pasado por una crisis muy fuerte. Es el único país en el que se ha asesinado a todo un partido político. No podemos lograr una salida a la catástrofe tapando las cosas. Lo conseguiremos aceptando lo que ha sucedido, y hemos visto que  el narcotráfico llegó hasta el Palacio de Nariño, hasta el deporte y el medio artístico. Pero hemos capitalizado la crisis para salir fortalecidos de ella... Vamos a mirarnos en el espejo y, a partir de allí, reconstruir un país. Hay un cine, una literatura, unos salones de artes plásticas de los últimos años que han subrayado y han metido la nariz donde nadie quiere meter y hemos establecido que hay algo putrefacto. Sin embargo, no nos podemos regodear en ello. La novela acompaña a los infiernos a los que desciende el protagonista, pero cuando todo marcha peor es cuando el tipo afirma la vida en un grito, un aullido de vitalidad, el aullido de vitalidad de  una nación.

P:
Es la imagen final de la novela...
R: Exactamente.

P: Hay dos situaciones que constantemente se truncan, se vuelven imposibles, en la obra: el amor y la escritura...
R: Yo nunca he podido, en ninguna novela ni relato, construir un amor feliz. Lo que nos caracteriza en la época contemporánea es la dificultad de construir afectos. Cada vez los ritmos son más disgregados, solitarios, individualistas. Los individuos rotos, lacerados, que no logran restablecer los ritmos de comunicación que alcanzaban nuestros ancestros. Como decía Ernesto Sábato, nosotros no necesitamos “chatearnos” con alguien en Singapur, sino salir con el vecino a tomarnos un café. Saldremos adelante en la medida en que seamos capaces de construir nuevas dinámicas amorosas, nuevas maneras de construir afectos, de construir sexualidad. Nos caracterizamos por lo contrario.

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P: Tú afirmas en tu obra que solo la soledad, el vacío puede favorecer la producción literaria... ¿Es la imposibilidad de la escritura en una sociedad sometida a la violencia?
R: Sí. Tenemos un dilema terrible: por un lado, una vida en la que estamos en la obligación de participar colectivamente. Por otro lado, el trabajo de la escritura que es de absoluto recogimiento, silencio, soledad. Trabajar en una novela significa ocho y diez horas al día durante meses o años. Hay escritores que se encadenan a un escritorio. Es un proceso doloroso. El arte casi nunca se refiere a los momentos de felicidad, porque estos no necesitan transformarse en nada. Los momentos de exilio espiritual sí deben ser transformados, y ahí es cuando ocurre la transmutación, que es la razón de ser del arte. Por eso el artista carga con una condena...

P: Tu visión de Bogotá es desoladora, un lugar de donde escapar, irreconocible...
R: Lo que ocurre es que unas son las obsesiones de un escritor, y mi visión es un poco apocalíptica, me he propuesto una estética de lo marginal; pero lo que también ha pasado con Bogotá en los últimos tiempos es exactamente lo contrario. Las dos visiones coexisten. Hay una Bogotá marginal, pero también una zona de sombra. Es como si al leer a Ernesto Sábato confundiéramos Buenos Aires con la ciudad de Sobre Héroes y Tumbas. Tampoco uno puede confundir Macondo con Colombia, pero no cabe criticar a García Márquez porque nos dio esa imagen de nuestro país. Aquello correspondía a su sensibilidad. Mi sensibilidad me lleva a ver la belleza en lo periférico, en esa zona tan dolorosa de una sociedad.

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P: ¿Por qué las insistentes referencias a la figura clásica de Ulises en tu novela?
R: Porque pienso que todavía el viaje es posible y que escaparemos a través del concepto del viaje, nos iremos modificando en líneas de fuga. Después de mi literatura urbana, estoy recuperando el concepto de aventura. Estoy puliendo los últimos capítulos de una novela en la que va a estar presente la fuga, pero desde las primeras páginas.