Tal vez sería mucho pedir que la discusión o el debate sobre la Asamblea Constituyente discurra estrictamente a través de expresiones siempre razonadas, pues es inevitable que la pasión aflore, en especial porque se trata de una cuestión política, actividad de la vida humana que ha estado siempre cargada de vehemencia y a veces de ciertas dosis de ofuscación y fanatismo.

Ocurre que en el Ecuador de hoy resulta difícil hablar de constitucionalismo porque cada Función del Estado, y en especial el Congreso, que debería dar ejemplo en el cumplimiento de la ley, ha hecho lo que le ha dado la gana, y si lo dudan recuerden, para no referirme sino al último año, que:

1) Estamos inmersos en esta vorágine anticívica porque 52 diputados, de acuerdo con Lucio Gutiérrez, decidieron, inconstitucionalmente, en noviembre y diciembre del 2004, acabar con el Estado de Derecho, defenestrando a los tribunales Constitucional y Supremo Electoral y a la Corte Suprema de Justicia;

2) Cuatro meses más tarde, otra mayoría del propio Congreso Nacional trató de reparar el daño causado diseñando un procedimiento que aún no termina, también inconstitucional, para escoger una nueva Corte Suprema que, si llega a nombrarse, tendrá sin duda una vida efímera;

3) En estos días el presidente Alfredo Palacio propone un tercer procedimiento igualmente inconstitucional para convocar a una Asamblea Nacional Constituyente a la que le han otorgado la calidad de remedio infalible para acabar con los males que agobian a la república.

Si el Presidente hubiera hecho la pregunta sin el aditamento del estatuto electoral, a lo mejor podría haber sido legalmente aceptada. ¿Por qué? Porque ese estatuto es una ley especial para la elección de los asambleístas y si un proyecto de ley se somete a la aprobación pública para que entre en vigor, se está creando un nuevo procedimiento para expedir las leyes que tampoco se ajusta a la Constitución. Las leyes no se aprueban de esa manera, y así lo entendió el Parlamento con ocasión de la última Asamblea de 1997 cuando dictó una norma para el desempeño de la misma. Es peligroso caminar al filo de la cornisa, propiciar métodos aparentemente legales que pueden ser altamente perjudiciales para el tratamiento de casos futuros.

¿Cuándo terminará esta clase de procedimientos que no se enmarcan en la Constitución? Está claro que no podemos exigir conductas absolutamente ortodoxas cuando las instituciones están mutiladas o acéfalas, pero pensemos en que las soluciones de fondo no están en dictar mejores leyes o aprobar nuevas constituciones. ¿Qué pasaría si una nueva Asamblea Constituyente elabora una Constitución casi perfecta con instituciones paradigmáticas en cuanto a técnica jurídica y gran eficiencia en su funcionamiento, si viene otro Lucio Gutiérrez y junto con otros 52 diputados desconoce el orden constitucional? Pasaría lo mismo o casi lo mismo que ahora, lo que quiere decir que lo que falta no son normas sino que los altos funcionarios públicos las respeten. Mientras no exista una cultura de respeto a la ley y a las instituciones, seguiremos marchando en el propio terreno, sin avanzar. Lo demás es ilusorio si además no seleccionamos mejores candidatos y elegimos con acierto en cualquier comicio.

La reestructuración del país es una necesidad imperiosa, pero no al compás de caprichos, resentimientos, odios o revanchas sino observando los procedimientos establecidos, o los nuevos que debidamente se establezcan, para no seguir hundiéndonos en la ciénaga de una inconstitucionalidad que terminará devorando a todos, como Saturno a sus hijos.