Queridísimo Ratón: no me sorprende que mi explicación sobre la Eucaristía como Sacrificio te resultara indigesta. Sobre todo a ciertos hombres que trabajan solo con la inteligencia, el que la Misa sea el Sacrificio del Calvario “en vivo y en directo”, les supone una montaña insuperable. Pero así son las cosas.

Todo en la Eucaristía, desde el punto de vista de la pura racionalidad, supera nuestros esquemas. Por eso el sacerdote, en cuanto Cristo acaba de transustanciar el pan y el vino, proclama a todo el mundo: “Este es el Sacramento (o el Misterio) de la Fe”.

Pero vamos a fijarnos hoy la Sagrada Eucaristía como Comunión. Es decir, como misterio de la Comunión con Dios y de la comunión entre nosotros.

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Aunque te advierto nuevamente que, sin fe, no hay nada qué decir ni qué escribir; ni tiene algún sentido la existencia de tu hermano sacerdote, ni la existencia del Congreso –el Eucarístico Arquidiocesano dos– para el que como sabes envejezco en estos días.

Aceptado que Jesús no es mentiroso; aceptado que cuando les dijo a los Apóstoles: “tomad y comed, esto es mi Cuerpo; tomad y bebed, esta es mi Sangre”, Jesucristo no mentía; aceptado que Jesús está presente en la Sagrada Eucaristía; y aceptado que en la Misa se renueva el Sacrificio de la Cruz, nos queda otro misterio que aceptar: que cuando se recibe el Pan o el Vino ya Transustanciados, el alma se une misteriosamente a Jesucristo.

No se trata de la unión con Dios, también notablemente misteriosa, que proporciona la Fe. Se trata de una unión completamente excepcional: se trata de una unión “sacramental”. Es decir, de una unión con Jesucristo sustancialmente presente –con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma, con su Divinidad, nos martillea la Iglesia– bajo las apariencias de alimento corporal.

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Esto es asombroso mi querido Ratoncito. Es humanamente incompresible que Jesús me abrace a mí, que soy un pecador, y que me funda con Él, para que acabe “siendo Él”. Es incomprensible, mi querido hermano, pero verdadero: Jesús se hace alimento para dar la Vida.

De aquí que el Catecismo de la Iglesia enseñe: “Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la Comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual: conserva, acrecienta y renueva la vida de la gracia recibida en el bautismo”.

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Y de aquí que yo te advierta seriamente: lo que la ausencia de alimento material produce en nuestra vida corporal, eso mismo realiza, en el orden espiritual, el abandono de la Comunión Sacramental. Primero agotamiento, después decaimiento, después falta de fuerzas, después dolencias leves, después enfermedades vergonzosas, y por último –si se persiste en no comer el alimento de la Eucaristía– la anorexia más terrible que se puede dar: la anorexia del alma.

Te dejo, mi querido hermano. Un fuerte abrazo.