El Pájaro Febres Cordero presenta en Guayaquil, hasta este domingo, un monólogo escrito por el autor italiano Alessandro Baricco y dirigido por José Ignacio Donoso.

Para que una obra de teatro funcione es necesario un acuerdo tácito entre los actores y el público. El actor debe simular su papel a conciencia y el espectador debe simular que le cree. Es un pacto secreto. Sobre la escena alguien simula ser otro y en la platea, otros simulan creerle. Un juego de simulacros.

Frente a un escenario, frente a una pantalla, el buen espectador debe utilizar aquello que Coleridge llamó “willing suspension of disbelief”, la voluntaria suspensión de la incredulidad. Ese es el acto esencial de la fe poética, lo que vulgarmente se denomina “la magia del teatro”.

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Cuando ese acto se da, surge una comunicación, una complicidad entre actor y público que hace posible que disfrutemos la historia. Muchos actores se aprovechan de su carisma y se limitan a seducir con presentaciones poco cuidadas en las que solo se destaca su magnetismo personal. No es el caso de Novecento, la obra que se presenta en el MAAC Cine este fin de semana.

En Novecento además del carisma del único actor hay un trabajo esmerado que logra que ese conocido escritor y periodista que es el Pájaro Febres Cordero se transforme en un trompetista de principios del siglo XIX que luego de seis años de navegación desembarque de un crucero llamado Virginian para relatarnos la historia del maravilloso pianista Danny Boodman T. D. Lemon Novecento. No hay duda que lo logra. Durante una hora y media nos olvidamos del periodista para escuchar atónitos a ese trompetista que, como dice al comienzo de su monólogo, “no está tan jodido pues tiene una historia para contar”.

En su papel el Pájaro utiliza todas sus artes de cuentero (en el mejor de los sentidos de la palabra) y nos mete en la vida de Novecento de tal manera que hasta sentimos compasión y afecto por ese personaje que, abandonado al nacer en el barco por su madre migrante, vive más de treinta años sin bajar a tierra firme y se transforma en el pianista más virtuoso del mundo.

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Poco a poco la historia de Novecento nos envuelve y nos hace querer más. Deseamos saber el desenlace de esa vida tan particular. Se nota esa fascinante tensión entre el relator y su público mientras se desarrolla la narración de la vida de un hombre que desafía todas las clasificaciones. Cuando llega el momento del duelo musical con Jelly Roll Morton, un pianista que existió realmente y que se autodenominaba “el inventor del jazz”, nos transformamos en hinchas fanáticos de Novecento. Deseamos con toda nuestra alma que “nuestro” pianista venza a ese pedante que subió al barco con inmaculado traje blanco.

Aunque el relato hable de la soledad y del temor, aunque notemos el impromptu de desapego budista que utiliza el autor en todos sus textos, el amor es el tema esencial de la obra. Es amor lo que lleva al amigo entrañable a hablar de Novecento con admiración y afecto.

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También es el amor lo que diferencia esta puesta de muchas otras. Pero el amor al teatro. En el trabajado papel del Pájaro y hasta en el cuidado puesto en el último de los objetos de la escenografía, notamos el deseo de hacer bien las cosas. Todo está hecho con amor. El teatro implica una compleja red de intrincados dispositivos, de movimientos pequeños pero muy ensayados, de pausas meditadas, de sincronizaciones milagrosas. Muchos de estos detalles son imperceptibles a la mirada del espectador pero hacen que una obra se diferencie de otras en su puesta. El esmero de esta producción y la solidez narrativa de la puesta se nota en la fascinación del público.

El texto del notable escritor italiano Alessandro Baricco es de una riqueza inusitada. La adaptación teatral de ese monólogo hecha por Febres Cordero y el director José Ignacio  Donoso conserva la fuerza expresiva y la fantasía que le imprimió el autor.

Tal vez el recortado escenario del MAAC quede un poco pequeño para el barco diseñado por Roberto Frisone. La escenografía se nota algo recargada. Sin embargo, sirve perfectamente  a los fines de la cuidadosa coreografía de movimientos que hace que el relator se mueva entre los ambientes de un crucero y nos haga sentir en alta mar.

La música que el vasco Iñaki Salvador usó para la presentación en España y que fue cedida para esta producción es otro gran atractivo de la obra. En ella podemos notar el nacimiento del jazz que se menciona en la obra.

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Novecento viene de una exitosa temporada en Quito pero ese no es el tema. El éxito es fácil de obtener, lo difícil es merecerlo. La obra merece el suceso que tiene y creo que luego de estas pocas presentaciones en Guayaquil, esta versión de Novecento cruzará las fronteras del país para mostrar en otros escenarios el talento ecuatoriano. Ese talento que requiere esfuerzo y, sobre todo, amor.