Parecería que todo está ya hecho.

Están escritos los himnos.

Las canciones.

Están organizados los desfiles.

Las loas, las proclamas y los versos.

Todo viene de atrás: de un tiempo viejo.

De un tiempo vestido de mocora y pajarita.

Del tiempo en que una guitarra suspiraba promesas al pie de una ventana.

O de un pistoletazo en pleno corazón, que selló una aguda decepción de amor.

Desde el recuerdo viene la celebración de la ciudad.

Desde la nostalgia.

Desde la remembranza de un aroma desaparecido, que fue el que impregnó el ambiente de la urbe.

Viene desde una palabra que cayó en desuso.

Desde un juego de infancia que terminó sepultado por una avalancha de productos plásticos, muñecos accionados por control remoto, urgencias y programas de televisión.

Desde una casa que siempre estuvo ahí, hasta el día que se instauró como una peste la modernidad y esa construcción tan grácil y tan bella fue reemplazada por una mole de cemento y hierro.

Viene la celebración de la ciudad desde todos los ayeres, aquellos en que, para resguardarse del bochorno de la tarde, todavía era posible sentarse a conversar a la sombra de los soportales.

Viene de atrás la celebración de la ciudad, para cumplir un calendario cada vez más nutrido.

Y, a veces, más solemne.
Y, a veces, más pomposo.
Más de discursos e inauguraciones.
De oropeles y fastos.
Que hablan de lo que está hecho. Y del esplendor.
Y, claro, punzan el orgullo.
El orgullo de haber nacido allí.

O de haber llegado desde una región ignota y haber sido acogido por una ciudad tan en crecimiento, tan en restauración, tan en rescate.

Pero, en todo ello, en esa celebración que está tan bien, entre tantos recuerdos, nostalgias, añoranzas, desfiles y esplendores, algo se echa de menos, algo falta, algo se olvida.

Y lo que se echa de menos, lo que falta, es la manera en que cada ciudadano, cada habitante, retribuye a la urbe lo mucho que ella le ha dado, le va dando.

Son acciones mínimas e íntimas, secretas, despojadas de cualquier grandilocuencia, pero con las cuales la ciudad adquiere un rostro más lozano, más fresco, más jovial.

Son actos ocultos pero que revelan un gran amor por la ciudad: un papel que no se bota en la vereda, para no ensuciarla.

El pito de un automotor que no se acciona, para no contaminar el ambiente con más ruido.

Los escombros que se recogen de las esquinas terminados los negocios callejeros.

El respeto al blancor de una pared.

Quizás baste con eso.

Quizás esos pequeños actos de amor, tan de adentro, sean la mejor loa a Guayaquil en estas fiestas.

Y quizás, con solo eso, se la honre más, respetándola más.

Para soñarla más grácil.

Más celeste.

Y más blanca.