El caramelero se acerca con una mirada de inquietud. Apura su paso por el pasillo de la Penitenciaría y en vez de ofertar sus productos, clama: “Ayúdeme, diga que hagan algo por los presos sin sentencia. Soy Álex Santiago Córdova Castro, de Guayaquil, y estoy aquí desde el 13 de octubre del 2003, acusado de robo. Ningún juez me condena hasta ahora”. Siente alivio cuando se le toma nota de su queja. Y sigue su camino.

Su ejemplo lo imitan cientos de reos, incluso quienes extorsionan por supuestamente dar seguridad. De los 3.384 ocupantes del centro carcelario, 1.409 están sin sentencia. Llevan hasta tres años a la espera de que la justicia dictamine su culpa o inocencia.

“Tengo nueve meses aquí porque me cogí $ 50”, dice un hombre flaco. “Yo estoy desde el 13 de febrero del 2003 por un pequeño robo. Mi familia no tiene plata para pagar un abogado”, interrumpe Roberto González Ramírez. Ambos están en el pabellón B Bajo, considerado territorio de una de las bandas que disputan el liderazgo del penal.

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En ese recinto también está, desde hace trece meses, el indígena otavaleño José Alberto Arias. “Vine a esta ciudad en busca de trabajo. Unos hombres me obligaron a tomar unas cápsulas de droga. Amenazaron con matarme y del miedo acepté”, explica.

Cada detenido se siente feliz al ver que se anota su caso. “Estamos desamparados. Parece que para el Gobierno y las autoridades, nosotros ya no somos seres humanos”, lamenta un hombre de 30 años.

Juan Carlos Quiñónez Morales reclama porque lleva tres años sin sentencia, acusado de robar un par de zapatos. “Mi familia no tiene ni para comer y no me visita. Aquí me defiendo como puedo”, dice.

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En el pabellón Clínica de Recuperación, Agustín Barahona prefiere quedar sin almorzar para hacerse escuchar. Lleva preso dos años, junto a cinco familiares y dos amigos. “A uno de los seis le encontraron con 21 gramos de cocaína. Por eso nos metieron a mí, a mi padre, un hermano, un tío y un primo. Tengo una niña de 9 años que está desamparada. Que alguien haga algo”, clama. Esta última frase es como un eco que recorre por los sórdidos pasillos, pabellones y celdas del penal.