Aun en el evento de que las preguntas de la consulta planteadas por el Gobierno hubiesen recogido todas y cada una de las necesidades, anhelos y expectativas de nuestra realidad política, muy pocos sectores estarían satisfechos realmente, circunstancia que nos debería obligar a sincerarnos, admitiendo las enormes dificultades que encontramos los ecuatorianos al tratar de plantear los objetivos comunes.

¿Culpables? Todos. Aclaro que la consulta planteada por el Gobierno a mí también me parece incompleta, razón por la cual debería considerarme incluido en aquella reflexión, sin embargo, creo prudente señalar ciertas causas más próximas, que podrían explicar, de mejor manera, esa cultura permanente de insatisfacción. En ese contexto, las agrupaciones partidistas tienen una gran responsabilidad, pues resulta muy difícil suponer una voluntad común de apoyo a un cambio político, sin que medien los intereses, caprichos y necesidades de los partidos, para los cuales la única verdad es la impuesta por sus dirigentes, ni siquiera por su propuesta ideológica, explicándose de esa manera por qué los partidos hablan de que el Gobierno lo que quiere es quemar tiempo, cuando habría que preguntarse cuántas veces han quemado tiempo dichas agrupaciones en sus fallidos intentos de cambiar el país.

Otra causa que podría explicar el porqué muy pocos están contentos con cualquier propuesta que se presente, es que el Ecuador se ha convertido desde hace algunos años (¿o siempre lo ha sido?) en una nación fragmentada, dispersa, en la cual el único núcleo de cohesión parece ser la ilusión que sugiere la clasificación a un mundial de fútbol. En esa línea, todos pensamos distinto y, a su vez, cada uno cree haber patentado la fórmula de salvación del Estado ecuatoriano, sin que exista la posibilidad de plantear uniformidad de criterios al menos en ciertos aspectos esenciales, que por supuesto ocupan a todos por igual.

Pero quizás la razón más clara para explicar el escepticismo respecto de cualquier reforma política es que hay quienes se han encargado de otorgar a dicha reforma virtualmente los atributos de una aureola mágica, capaz de sanear todos nuestros males, permitiendo la refundación de la patria, cuando en la realidad de lo que se trata es de dotar al Estado de una estructura que permita recobrar la institucionalidad perdida, así como reforzar la débil gobernabilidad. Más allá de esa fundamental tarea, la reforma no va a servir para cambiar estructuralmente al país, por más que haya algunos despistados que así lo sigan pensando. Demos a la reforma su lugar y esperemos que algún día un gobernante se preocupe, entre otros asuntos, de impulsar el gran cambio educativo. Quizás en ese momento, recién ahí, nos demos cuenta de lo que significa no quemar tiempo.