En nuestro país el irrespeto a los derechos ciudadanos en todos los niveles de la sociedad es el común en toda su extensión territorial. Si en las ciudades ecuatorianas más importantes se comete toda clase de atropellos, fácilmente podemos imaginar lo que ocurrirá en aquellas a las cuales no llegan las leyes ni la vigilancia social.

Empecemos por la obligatoriedad del voto: el más repudiable de los tantos y más despreciables atropellos a nuestros derechos  ciudadanos y libertad de opinión. El sistema nos obliga a elegir en bulto. No nos permite la selección individual de los aspirantes de nuestras preferencias. Con esta ley amañada, los personajes que estas “listas” obligatorias exhiben, tienen las mismas características de la modalidad utilizada por los vendedores de tomates: que a la vista colocan los más hermosos frutos para rellenar el fondo del cajón con los más podridos y propios de un basurero.

Esta modalidad es la que permite a populistas, aventureros aptos para guardaespaldas y a toda laya de oportunistas de la política, alcanzar una posición pública por “elección popular”. Estoy seguro de que si esta vulneración de derechos ciudadanos no existiese, y si hubiese filtros educativos y éticos, los últimos mediocres que nos han gobernado y otros “representantes del pueblo”, no habrían llegado más allá del portal de sus casas ni del patio de los cuarteles.

Esta situación es otro de los sucedáneos de la deficiente o nula educación que imparte el Estado. Pues, la ciudadanía que pertenece a los estratos sociales populares, por esta deficiencia culpable, pese a su gran instinto y perspicacia, no tiene la preparación ni la capacidad de discernimiento para entender que las promesas mayoritariamente sin financiamiento, que hacen los candidatos en campaña, son imposibles de cumplir. Limitaciones que los convierten en víctimas de cualquier audaz payaso que baila, gesticula y vocifera sandeces desde un tinglado de barrio.

Otro frecuente menoscabo que sufren nuestras libertades está en disposiciones arbitrarias de colegios de Médicos, de Enfermeras y otros gremios profesionales; en fin, instituciones de diversa índole que violentan los derechos de sus afiliados al exigirles, so pena de sanciones, su adhesión y participación en movilizaciones y marchas que, aunque sean justas, no dejan de ser causa del atropello a los derechos ciudadanos.

Estos casos son frecuentes, y yo diría que se los practica como un dogma, en organizaciones como la UNE, la Universidad de Guayaquil, las asociaciones de profesores o maestros, las federaciones obreras, sindicatos, etcétera, cuyas directivas, generalmente improvisadas, no tienen convocatoria alguna. Esto es negativo al libre albedrío del individuo, por cuanto lo compele, bajo amenaza, no solo a asistir o avalar con su presencia un acto público contra su legítima voluntad, sino que, además, podría no corresponder a tareas establecidas ni deberes específicos señalados en estatutos o reglamentos. Todos conciben una y mil fórmulas para imponer obligaciones arbitrarias e ilegales.

¿A qué conclusión nos conduce esta forma de presión tan frecuentemente utilizada contra la ciudadanía en general? Muy sencillo de responder: la debemos a la deficiente educación que se imparte en el país que, además de su mala calidad, no desarrolla en la juventud el pensamiento crítico ni valores, hoy tan necesarios para una responsable vida social.