Cada mañana reviso el correo electrónico, mina de sorpresas. No soy psicólogo, sacerdote, mas la gente abre su corazón, cuenta problemas, pide respuestas. ¿Quién sabría absolver situaciones tan dolorosas?

No imaginan cuántas personas naufragan en soledad, se van al garete, se sienten mal en su piel. Buscan a quien las pueda escuchar. Pocas veces tengo solución. Hago mía una situación pero en muchas oportunidades me siento torpe, incapaz de sanar, aliviar, consolar.

Unos se muestran sumisos, resignados: no esperan nada de nadie. Hechos unos ovillos, desgranan su tristeza. Los imagino durmiendo en posición fetal. Otros no se conforman, rasguñan, explotan como bombas.

Enfermos de cáncer maldicen a Dios y a los hombres. Se preguntan por qué les cayó aquello. Intento explicar que el sufrimiento es inevitable, que a ciertos les toca un cupo más grande sin que nadie sepa la razón, que vivir es emerger, intentar de nuevo. Cada enfermedad es un desafío, cada quirófano un puerto.

Me escriben lesbianas tiernas, dolidas en lo más hondo; no alcanzan encontrar el equilibrio anhelado, la relación satisfactoria; homosexuales exasperados, burlados, repudiados por sus propios familiares, homofóbicos furibundos, machistas amantes de la vida fácil, aislados del mundo, viviendo a plenitud sin plantearse preguntas, pero también seres de generosidad asombrosa, fe sólida, coherente. Hay amargados que reprochan a los demás sus propios fracasos; sufren de un modo indecible. Marineros embarcados en atuneros de bandera estadounidense se apasionan por Nostradamus, hablan del inminente Apocalipsis. Almas de Dios buenas como el pan, a menudo adorables ancianitas, pretenden convertirme a su creencia. Les contesto que respeto todas las religiones pero no me adhiero a ninguna, desconfío de todas.

Escriben: una monja quiteña, un par de políticos guayaquileños, un pastor evangelista desde Florida, muchos adolescentes, una prostituta bastante culta, madre de cuatro hijos, ancianos sin rumbo. Un quiteño se reporta desde Dresden, pregunta por qué no escribo acerca de las bombas norteamericanas que destruyeron la urbe alemana en 1945. Me tocó vivir bombardeos cuando los Stukas alemanes ametrallaban mi pueblo, mataban a sus habitantes, luego llegaron los Spitfire norteamericanos, preparando la invasión, arrasando ciudades. Hay un fumador de cigarros que me pide tratar el tema del tabaco, personas que dejaron su infancia varada en alguna melodía. Emigraron pero siguen envejeciendo conmigo; tres notas de guitarra les duelen como puñaladas cuando recuerdan su barrio.

Correo llega de todas partes. Contesto siempre aunque con atraso. Guardo en enormes carpetas todos los mensajes electrónicos. No podría romperlos: sería como una traición. ¡Qué hermoso es encontrar ternura plasmada dentro de un correo! Mañana, en página mortuoria, me apagaré como una luz cualquiera. Soy grano de arena solidario, mortal frágil con enigmas a cuestas, efímero columnista extraviado en la hoja editorial.
Mientras duermo en cama confortable, barcos llenos de emigrantes naufragan con pena sin gloria en la primera del diario, oliendo a diésel, a pescado. Nueva Orleans se hunde, Iraq se desangra. ¿Aprenderemos alguna vez a endurecer el carapacho? Lo esencial es tomar plena conciencia de que somos mortales, que nuestras ínfulas no tienen sentido, que solo el amor es razón de vivir.