Digo ruedan los libros como decir, nacen, se los registra, ponen pie en tierra y caminan solos. Puro lenguaje figurado. En verdad, pienso en cuánto rodea a la existencia del libro para que se mueva dentro de una sociedad, para que entregue su savia nutricia a todo aquel que sienta necesidad de él. Cualquiera sabe que no se trata solamente de escribir y tener la suerte de contar con una publicación. La labor empieza mucho antes y continúa después. Precisemos.

Sostener que quien escribe tiene “algo” que ofrecer a los demás es una perogrullada. Cada autor dedica demasiado tiempo y energía a sus páginas como para dudar de la autenticidad de su intención. Peor todavía viviendo en una comunidad que lee poco y que deja pasar inadvertidamente el constante surgimiento de libros nuevos. Muchos nos preguntamos por la realidad que se agita en la cocina editorial: ¿se venden los libros nacionales?, ¿cómo se transa entre editor y escritor?, ¿alguna vez se recoge un beneficio económico? Por encima de estos avatares, se escribe y se publica. Alguien me decía: “En el Ecuador, el escritor se encarga de todo, hasta de elegir dónde y cuándo se presentará su obra y de enviar a los diarios los boletines de prensa”.

¿Será por eso, me pregunto, que un acto de presentación de libros es más que nada, un acto social, una convocatoria tipo cumpleaños o fiesta de aniversario? A fin de cuentas, en ese único encuentro muchos  escritores contarán con la atención de sus invitados, le comprarán su libro, escucharán con interés cualquier desborde emocional que se le dispare y será la estrella de una noche. Naturalmente, la pregunta me pone incómoda porque asisto a muchos de esos actos y cada vez me aburro más en ellos, principalmente cuando formo parte de la performance.

Esto me ha llevado a plantearme la urgente necesidad de renovar las maneras de poner en circulación los libros, las formas de llamar la atención a un sector social sobre este objeto de muchos amores, pero también de paladinos desconocimientos. Los actos de lanzamiento –se ha impuesto este galicismo– o resultan engolados, apologísticos, extremadamente generosos con el producto del amigo (¡ay del puesto de la amistad en medio del enjuiciamiento de una obra haciéndonos tartamudear o velar o mentir!) y se llenan de un público difuso, que responde a nuestro proverbial concepto del “compromiso”. ¿Podrá identificar cuando  el presentador habla más de  la persona que del libro, o del género literario, de la importancia de la investigación, del contexto histórico porque… del libro hay poco que decir?

También hay actos de presentación casi solitarios. El círculo social de autor es estrecho o se realiza en un sitio considerado “peligroso” o quienes harán uso de la palabra no son audibles por alguna vaga razón. En ocasiones se identifica a personas que esperan  la copa final para lo cual “soportan” los discursitos, más que nada aquellos invadidos de tecnicismos literarios, de conceptos inaprensibles, de vuelos de la imaginación inspirados en los textos nacientes.

No lo pongo en duda: hay que innovar la manera de poner a rodar los libros. En tiempos en que la creatividad es materia universitaria, especialización, estudio específico, sería deseable que algún iluminado nos regalara una buena idea para que los queridos y siempre bienvenidos libros se integren a sus círculos de vida en medio de un ritual más diáfano e invitador.