En estos días se ha comentado en todos los medios de opinión un proyecto de ley encaminado, entre otras cosas, a modificar el destino actual de los préstamos que conceden los bancos a los usuarios del crédito; a regular las tasas de interés y a fijar la entidad nacional en la que deben mantenerse los depósitos monetarios una vez deducidas las colocaciones respectivas y el encaje bancario.

Comienzo por decir que el proyecto tiene propuestas buenas y malas, examinado con la óptica del ciudadano que utiliza el sistema bancario para sus transacciones diarias y para guardar su dinero después de un largo periodo en que ha estado reticente a confiar nuevamente sus ahorros a los bancos –por el sacudón inmisericorde del 99 que dejó a mucha gente en la calle y al Estado en apuros con una impunidad casi total de los responsables– pues ha preferido, a pesar de los riesgos, la rústica alcancía o el cómodo colchón a los dudosos custodios de papel o de membrete.

Estimo como positivo en el proyecto aquello que trata de establecer, con justicia, una relación porcentual entre la tasa activa y la tasa pasiva de los bancos para que filtre más hacia el depositante el beneficio de una labor intermediadora que tiene su origen en el propio peculio de este y de su confianza, lo que en buen romance significa el afán de que el cliente participe más del éxito bancario.

También es conveniente que los bancos no cobren a sus prestatarios valores adicionales por ningún concepto (comisiones u otros rubros), y la oportunidad puede ser valedera para que se elimine asimismo la cadena de recargos que tienen las tarjetas de crédito con distintas denominaciones que no deberían existir, como “emisión de estado de cuenta”, “mantenimiento” y “manejo”.

En cambio, miro como negativos la fijación de la tasa máxima de interés convencional por parte del Banco Central sin considerar al mercado, y el hecho de que se quiera obligar a los bancos a traer al país todos los depósitos que tienen en el extranjero para colocar, el 75% de ellos, “en créditos a los sectores productivos de acuerdo con la nomenclatura de las Cuentas Nacionales” y depositar el saldo “exclusivamente en el Banco Central del Ecuador”, una vez deducidos el encaje bancario legal y los fondos que se han entregado en créditos.

Varias veces en esta columna he mencionado la necesidad prioritaria de la reactivación productiva para crear fuentes de trabajo con efectos multiplicadores, pero imponer obligaciones proclives al estatismo en un sector tan sensible como el financiero no es precisamente lo más adecuado ni acertado, además de que al Estado le corresponde, según la Constitución, “garantizar el desarrollo de actividades económicas, mediante un orden jurídico e instituciones que las promuevan, fomenten y generen confianza”, y un procedimiento como el proyectado no ayudará a crear confianza sino todo lo contrario, al punto que los agitadores fundamentalistas de extrema izquierda y de siempre, ya comienzan, a propósito del tema, a lanzar dardos envenenados contra los bancos que están tratando de ganarse nuevamente la credulidad de la gente, aunque, a decir verdad, al ritmo de jugosas utilidades.

Muchas son las cosas que debe regular el Estado, pero se debe conjugar tiempo y objeto, y aunque hay que reducir las tasas de interés, esa no parece ser la vía. El principal empuje para la reactivación productiva debería provenir de créditos baratos que no comprometan la tranquilidad ni la seguridad de los depositantes, y de estímulos tributarios proporcionados por el Fisco.