Leonardo Valencia es un ecuatoriano optimista y emprendedor. Emigró de Guayaquil hace más de una década, primero a Lima y luego a Barcelona. Desde que lo conocí en las aulas de la Universidad Católica empezando la carrera de Derecho, identifiqué en él al joven que tenía una luz interior con metas claras.
Quería ser escritor. Atendía una demanda familiar con los estudios de leyes, pero su pasión tenía un nombre muy claro. Se llamaba literatura. Una vez que fue Licenciado en Jurisprudencia, se retiró a trabajar en publicidad y a escribir.

Desde entonces ha ido multiplicando sus experiencias, sus lecturas y su entrega creadora. En este mes que nos visita nos ha traído una serie de testimonios, nos ha mostrado una manera de trabajar la redacción, ha conversado sobre su propio trabajo literario. Aprovecha para presentar una redición de su primer libro de cuentos siempre creciente, La luna nómada, que va por la tercera salida, incluyendo en cada una de ellas alguna novedad editorial: más cuentos, algún artículo de naturaleza híbrida que nos hace saborear un cuerpo de ideas dentro de un hilo narrativo. Y esa presencia es oportunísima, en esta ocasión porque se trata de un testimonio sobre la lectura de Don Quijote de la Mancha.

Nuestro visitante se afincó en Barcelona porque buscó un horizonte que fuera más favorable con su vocación. La ciudad condal tiene una vida cultural estimulante, gran cantidad de editoriales, montones de revistas, periodismo de primera, numerosas universidades con puesto para quien cultiva la escritura. En España publicó su primera novela El desterrado (Editorial Debate, 2000), colabora con varias revistas, enseña. Y en esa tierra ha encontrado mayores argumentos para alimentar una posición que ya tenía formulada cuando se abría camino entre los debates de la cultura en Guayaquil: que los nexos con las raíces formativas del ser humano no se desarrollan a costa de ficciones explícitas, de cuotas realistas dentro de los mundos imaginarios que crea la literatura. Su teoría de las “geografías nómadas” está avalada por decenas de escritores latinoamericanos que han desparramado sus historias por latitudes muy distantes y hasta inexistentes.

En estos días asisto a un curso que Leonardo dicta a jóvenes periodistas. Lo escucho con placer y hasta dejo correr mi propia pluma con los ejercicios que plantea como caminos abiertos a explorar “esa obra inacabada que es cada texto”. Me recreo en el flujo nutricio que se desplaza entre las dos generaciones que ambos representamos, y nos comunicamos intensamente prendidos en la misma pasión y respeto por las palabras. Lo veo desenvolverse, armónico y seguro, transmitiendo con generosidad sus conceptos, ejemplificando cada idea con un libro preciso de los cientos que parece haber leído y que yo no conozco.

Reparo en cuán “peligrosos” resultarán ciertos jóvenes valores para los popes de la cultura, para los sabios eternos de cualquier terreno, que se ponen nerviosos cuando un nuevo ejecutor de acciones se yergue con una voz propia y diferente.
A estos los denigran, los desprestigian, los expulsan del partido. A mí me da gusto, los escucho, me abro a sus noticias. Hoy, diáfanamente, soy alumna de mi antiguo alumno.