El octavo concierto de temporada de la Sinfónica de Guayaquil el pasado viernes, en el Centro de Arte, empezó con la obra Cuadros de una exposición, del compositor ruso Modesto Musorgski (1839-1881); integrante del Grupo de los cinco, junto a Borodin y Rimsky-Kórsakov. Esta obra instrumental revela el concepto del lenguaje musical donde la impresión, la imagen y la música forman un todo indisoluble. Para Musorgski, la música era sobre todo comunicación.

El dominio orquestal del director Davit Harutyunyan –conocedor de los compositores rusos– si bien no fue brillante, estuvo bastante acertado. Es una obra muy complicada por los diferentes matices que presentan las distintas imágenes pictórico-musicales.

A continuación vino el poema sinfónico Rumiñahui, del compositor ecuatoriano Álvaro Manzano. Este poema expresa los diferentes ritmos autóctonos como el yaraví, el danzante, el albazo, etc., del espectro musical indígena.

Publicidad

A veces alegre, otras triste, a ratos épico, otras trágico, va interpretando el compositor  el sentimiento del pueblo indio de la época precolonial. Se trata de una obra que revaloriza la música folclórica indígena, transformándola en música culta. Brillante la ejecución de la orquesta al finalizar la primera parte del programa.

A partir de los años 50 del siglo pasado, los instrumentos percusivos tuvieron una emancipación y comenzaron a ser tratados como solistas, por influencia del jazz. Paralelamente constituyeron dentro de las orquestas, un grupo instrumental importante como los demás.

El percusionista norteamericano Patrick Hernly introdujo al público en el misterio del ritmo. Acompañado de 4 percusionistas ecuatorianos: Marcela Ramos, Julio Vaca, Luis González y Jorge Vega, el violinista Ecuador Pillajo y la oboísta Natalia Valladares presentaron la obra Ranjani, del compositor hindú Kasaikudi R. Mani.

Publicidad

La libertad rítmica fue la tónica principal. Con verdaderos flujos sonoros y pulsaciones percusivas fueron desarrollando una prodigiosa fantasía, batiendo las congas, tocando las tumbadoras, percutiendo la marimba a cuatro manos, silabeando y tocando la tabla hindú, provocaron un ligero escalofrío en el espectador que aplaudió efusivamente al finalizar la innovación.

En la última parte del programa, Bolero, de Maurice Ravel (1875-1937). Esta obra que es un auténtico ejercicio de virtuosismo orquestal, cuyo interés reside en la forma en que el compositor combina los diferentes instrumentos, desde el sutil pianísimo del inicio hasta el fortísimo final. La interpretación de la Sinfónica estuvo desequilibrada, mientras las cuerdas mostraron una impecable afinación y sincronización, los vientos estuvieron en su mayoría desincronizados y desafinados.

Publicidad

El trombonista en los solos pifió varias notas causando nerviosismo en el resto de  músicos. La escasez de saxofonistas le quitó méritos a la orquestación. Ravel –decía Igor Stravinski– era el más perfecto relojero de todos los compositores, preocupado por la perfección formal y técnica de su creación.