Modesto Ponce Maldonado en su última novela ‘El palacio del diablo‘ describe a Quito desde sus rincones y con sus personajes cotidianos.

El palacio del diablo es la novela de un autor que ha estado más bien a la sombra; la obra de un escritor tardío, dirían unos, de un buen lector y observador que, un día, se animó a sacar sus inéditas páginas y regalar a los suyos las hojas que venía escribiendo obsesivamente y en silencio.

Siempre cercano al mundillo literario y a la tertulia cultural, Modesto Ponce Maldonado (Quito, 1938) ahora invita a recorrer la ciudad –su ciudad– en una caminata intensa en la que la ficción parece más cercana a la realidad. Sí. Porque Ponce no inventa Quito ni tiene para qué inventarla: la recorre, la camina, la registra en su retina, la describe tal como la ve, casi como si se volviera un cronista de la aldea colonial y de su transformación en una urbe tan  contaminada como moderna:

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“Los vientos que corren hacia el noreste barren el smog que al fin choca con las estribaciones del monte viejo. Reparten así la bruma cenicienta. Los vendedores ambulantes añoran el aire limpio. Los niños tosen. Los turistas sufren de alergias. Pero los habitantes de la ciudad que ha alcanzado el cuarto lugar en Latinoamérica en contaminación ambiental siguen mirando hacia arriba, como si aún existiese el azul azulísimo que se ha esfumado”.

Quito es más que un pretexto literario: es protagonista de una historia en la que intervienen varios personajes que, por cierto, se parecen a muchos de los personajes reales que deambulan por “la ciudad del cielo azul y las noches estrelladas”: desde un periodista que ama y odia a Quito hasta un banquero y político corrupto como muchos de aquellos que llenan las primeras planas de los periódicos. El autor construye personajes fuertes nutriendo a la obra de distintas voces narrativas y pasando revista a diversos temas que han hecho parte de la historia de la ciudad que construye.

En la calle La Ronda existió, en la época colonial, un burdel llamado El palacio del diablo. Ese, el pretexto del autor poner en escena a sus personajes y hacerlos caminar por la ciudad que recrea. Quito se vuelve burdel en sí misma, lugar de pasiones, deseos y amor y, al mismo tiempo,  de ambiciones, de luchas de poder, de degradación,  mentira y corrupción. Es evidente que el Quito que Ponce Maldonado propone se arma de muchos Quitos, de muchas lecturas, de muchos autores que han pasado revista por la ciudad, de la lectura de sus leyendas –la paloma torcaz llamada kitu que se posó junto al volcán– o de innumerables piezas de un rompecabezas compuesto de calles y callejuelas, de soles verticales, de cielos perfectamente azulados o de brumosas tardes de neblina.

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Por supuesto, el autor no esconde las referencias ni se oculta tras ellas, más bien todo lo contrario: cita al final del texto cada una de las lecturas con las que ha tejido esa ciudad desmemoriada que retrata y disfruta.

Los dos personajes centrales de esta historia –Tadeo y Nicanor– encarnan esos dos polos opuestos, esas dos miradas sobre Quito. Cada uno tiene una manera de ver aquello que les circunda y cada uno de ellos la habita a su manera. De alguna forma son dos héroes y a la vez antihéroes: el justiciero y el verdugo, tal como si fueran las dos caras de la misma moneda. Por un lado, el periodista rebelde que quiere desenmascarar la injusticia y la corrupción; por otro, el político corrupto, vinculado a los estamentos de poder y que encuentra en esta ciudad el espacio ideal para dirigir sus intereses.

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Con ellos el autor logra crear una cierta tensión narrativa en este retrato pintado de aquel Quito aplastado entre montañas, adornado en su centro por un pequeño monte que en su cima aloja, desde fines del Siglo XX, “un esperpento alado de cemento y hierro que desdibujó la imaginería del cholo Legarda y su Virgen de Quito”, en el que habitan, además, mujeres inolvidables y entrañables, damas de alcurnia, aristócratas decadentes, ángeles expulsados del paraíso, mendigos contrahechos, políticos, generales de verde oliva, señores presidentes, burócratas, traidores y soñadores que cohabitan con la perversión del poder.

Cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia: en la ciudad de la desmemoria y del desencanto de la que habla Ponce, el lector posiblemente sea uno de los transeúntes que la habitan.