Si el 11 de septiembre se convirtió en uno de los extremos del gobierno de Bush, Katrina bien pudiera ser el otro. Si el 11 de septiembre puso el viento a favor de Bush, el huracán Katrina lo puso en contra.

El día posterior a los atentados del 11 de septiembre, yo estaba en Jerusalén y fui entrevistado por la televisión israelí. El reportero me preguntó: “¿Usted cree que el gobierno del presidente Bush sabrá responder a este ataque?”. Más o menos respondí: “Absolutamente. Si hay algo de lo que estoy seguro con respecto a estas personas es que saben halar del gatillo”.

Fue mi reacción visceral para decir que George W. Bush y Dick Cheney eran las personas adecuadas para lidiar con Osama Ben Laden. Y no estaba solo en ese sentir. Debido a eso, Bush recibió un mandato, casi un cheque en blanco, que en realidad no se lo había ganado en las urnas. Para nuestra mala fortuna, usó ese mandato no solo para confrontar a los terroristas, sino para poner en marcha una agenda conservadora totalmente desprovista de compasión con respecto a los impuestos, las células madre, el medio ambiente y los tratados internacionales, que antes del 11 de septiembre no había tenido futuro. En ese sentido, el 11 de septiembre distorsionó nuestra política y nuestra sociedad.

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Bien, si el 11 de septiembre se convirtió en uno de los extremos del gobierno de Bush, Katrina bien pudiera ser el otro. Si el 11 de septiembre puso el viento a favor de Bush, el huracán Katrina lo puso en contra. Si el equipo que conforman Bush y Cheney daba la impresión de ser el indicado para lidiar con Osama, parece el menos indicado para lidiar con Katrina y con toda la podredumbre y confusión de prioridades que expuso.

Por ejemplo, es inevitablemente obvio que necesitamos una estrategia para la conservación de energía.
Sin embargo, Bush difícilmente podrá articular la palabra “conservación” sin ahogarse. Además, ¿pueden imaginar al vicepresidente Cheney, que denunció la conservación como una “virtud personal” irrelevante para la política nacional, encabezando una campaña de defensa del medio ambiente o confrontando a las empresas petroleras por cobros excesivos?

Después está el discurso usual del Presidente: “No es dinero del Estado, es dinero de ustedes”, y “no necesitamos sacar dinero de los bolsillos del pueblo para financiar al Estado”. Quizás Bush ahora nos diga: “Este huracán no es del Estado, es el huracán del pueblo”.

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Un Gobierno cuya política fiscal ha estado dominada por el egoísta Grover Norquist (que alguna vez dijo: “Yo no quiero abolir el Estado. Solo quiero reducirlo de tamaño para poder arrastrarlo a la tina de baño y ahogarlo allí”), no tiene los instintos que se necesitan para momentos como este. Norquist es la única persona de la cual espero que haya tenido propiedades cerca del dique de Nueva Orleans, que no se lo terminó de construir porque se redujeron los impuestos; y tengo la esperanza de que su sótano se haya inundado, y que haya estado ahogando al Estado en su tina cuando el dique se rompió y que haya tenido que esperar luego a que un helicóptero del Ejército de Estados Unidos lo saque de allí.

Desde el 11 de septiembre, el equipo de Bush impulsó una legislación fiscal que solo beneficia a los más ricos y que se basaba en la suposición de que no tendríamos más tragedias. Solo gasten su dinero, nos decían. Todo el mundo sabía que tarde o temprano habría otra emergencia, pero Karl Rove asumió que no ocurriría con Bush en la Presidencia y que a otro le tocaría enfrentar los problemas. Pues bien, resulta que la tragedia se produjo durante su periodo.

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Además de haber arrancado los techos de Nueva Orleans, Katrina acabó con el argumento de que podemos reducir impuestos, educar a nuestros hijos, competir con la India y China, tener éxito en Iraq, seguir mejorando la infraestructura de Estados Unidos y hacernos cargo de una emergencia, sin que terminemos endeudados con China.

Casi todos los hechos que el equipo de Bush ignoró o distorsionó con el argumento de combatir a Ben Laden salieron a la luz por Katrina: su negativa a aprobar un impuesto a la gasolina luego del 11 de septiembre, que pudo haberle dado un giro a nuestra economía hacia la producción de automóviles más eficientes en el uso de combustible, que habría ayudado a recaudar dinero para nuevas emergencias y reducido nuestra dependencia energética de los peores regímenes del mundo; su negativa a desarrollar algún sistema de salud que proteja a los 40 millones de personas que carecen de seguro médico; su insistencia en reducir los impuestos, aunque eso contribuyese a tener diques incompletos y un Ejército demasiado pequeño para lidiar con las consecuencias de Katrina, Osama Ben Laden y Saddam Hussein al mismo tiempo.

Como anotó alguna vez mi amigo Joel Hyatt, empresario demócrata, la filosofía del equipo Bush desde el 11 de septiembre ha sido: “Estamos en guerra; hay que divertirse”.

Bien, la fiesta terminó. Si Bush aprende las lecciones que dejó Katrina, tiene una oportunidad de reemplazar su mandato del 11 de septiembre con una política nueva y relevante. Si así ocurre, Katrina habrá destruido Nueva Orleans pero habrá ayudado a restaurar Estados Unidos. Pero si Bush continúa con su política de siempre, entonces enfrentará obstáculos a cada momento. Katrina habrá destruido una ciudad y una presidencia.

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The New York Times
News Service.