Hace algún tiempo un amable lector me hizo saber que quería conocer mis criterios sobre la amistad. Yo he dejado pasar las semanas desde entonces, por parecerme un esfuerzo notable comprimir en escasas líneas el desarrollo de un mundo de ideas que carga sobre sí el laberíntico legado de la reflexión y la experiencia. En otro momento, un pudor espontáneo ha refrenado la palabra en la duda de que el volcamiento personal parezca exhibicionismo.

Pero este es el privilegio y la responsabilidad de quienes practicamos el ejercicio de opinar. La cuerda se tensa entre los que nos leen y el yo solitario que piensa en voz alta (metáfora válida para el que escribe). ¿Cuál es el rostro del lector?, ¿qué espera?, ¿qué le damos?, ¿conseguimos un invisible dialogante en esta cita semanal o al contrario, lo exasperamos hasta provocar franco y desdeñoso rechazo? De pronto, alguna voz nos llega. Y un solo testimonio basta para la alborozada conexión.

Hoy se trata de la amistad, de ese sutil entendimiento que nace de la variada gama de los encuentros humanos. Se cree que en la infancia y primera juventud se tejen los lazos más fuertes, cuando las afinidades y el gusto de estar juntos no son declarados sino, simplemente, vividos. Luego viene la etapa del “mejor amigo”, ese reconocimiento expreso que los adolescentes le dan a uno de sus compinches, estableciendo rígidas jerarquías. Entonces, esos amigos estudian juntos, hacen deporte, ríen a carcajadas en secretas complicidades que los demás no entienden, se apoyan en las mentirijillas y en las primeras grandes curiosidades de la vida.

La vivencia de problemas y dolores parecería ser la fragua donde se forja la amistad. Un amor contrariado, la pérdida de un ser querido, el empleo frustrante, la enfermedad artera, tienen en el amigo la voz de consuelo, la compañía indispensable para atender el golpe del sufrimiento. Cuando la distancia involuntariamente se instala entre los espíritus cercanos, no hace mella. Nos somete a ratos a fugas melancólicas, a necesidades que sacuden el árbol de serenidad, pero que, en el reencuentro, permite probar el dulce sabor del triunfo: nos vemos vivir, nos integramos, somos amigos.

Las largas listas de invitados a las celebraciones sociales y los velatorios tumultuosos hacen pensar en cuán fértil en amistad son ciertas personas y familias. Pero no, los hechos de nacer, casarse y morir forman parte de una cortesía social aséptica de sentimientos. Y la amistad moviliza afectos, tiende puentes, practica lenguajes, respeta diferencias. No calcula el provecho con el próximo negocio, la componenda en el seno del partido político, la protección bajo el ala del poderoso, la sumisión del infeliz al que se protege.

Alguien dijo que la amistad es amor sin pasión ni piel. Que lo compruebe quien siente que la vida le ha regalado amigos y quien se ha esforzado por mantenerlos.
Porque en el riego y en el cuidado de esos vínculos se pone presencia, memoria, fidelidad, comprensión. Y se emprende la marcha por la vida creciendo, luchando, conversando, mirando hacia puntos comunes, compartiendo los éxitos, ayudando en las horas malas. Como tantos otros esfuerzos, la amistad es un trabajo entre dos, es un llamado a nuestra vocación más constructora.