El problema es antiguo; pero el desafío, actual. Ahora nadie discute la importancia de la educación en el desarrollo de los pueblos; sin embargo, los sucesivos gobiernos, sin excepción, no han colocado a la educación en la agenda nacional, porque, aparentemente, existen otras “prioridades” o bien porque la educación “no da réditos políticos inmediatos”, pues es un proyecto de largo plazo.

Cualquiera que sea el argumento, la educación, dentro del conjunto de las políticas públicas, merece un nuevo trato. No es justo, por ejemplo, que apenas el 10 o el 12% del erario nacional se oriente a la educación y el 0,004% a la investigación científica, cuando sabemos que la inversión en el conocimiento es lo único que nos va a liberar de la dependencia.

Lamentablemente, pocos gobiernos han entendido que la educación –especialmente la educación básica de calidad– es un bien económico, en el sentido que ofrece una rentabilidad social de insospechadas proporciones, porque añade valor agregado o conocimiento añadido, a través de la incorporación de recursos humanos a la fuerza de trabajo, y porque dinamiza la movilidad social y económica.

Un ejemplo palpable de lo que sucede en el Ecuador es la emigración de miles de compatriotas al extranjero. Y uno de los factores –talvez el principal– es la falta de empleo. El empleo, en efecto, es un indicador del desarrollo humano. Junto con la educación y la salud incide directamente en la calidad de vida.

Basta mirar los grupos de jóvenes que emigran para darnos cuenta que detrás de la pobreza que exhiben esos compatriotas está la pobreza educativa, que no les ofrece ninguna oportunidad para asegurar su futuro. Basta mirar el tipo de dirigentes políticos para observar la mediocridad a la que hemos llegado, y el nivel de su formación o deformación en su caso. Basta mirar la profunda brecha entre los avances tecnológicos de la sociedad del conocimiento, y las evaluaciones en lenguaje y matemáticas.

Las fallas del sistema educativo son estructurales. Por ello hay que iniciar esta revolución con todos los actores sociales, económicos y políticos, con todos los gobiernos –especialmente con los gobiernos locales–, con todos los sistemas y métodos, con toda la energía de la historia –lo mejor que somos–, y del presente.
El cambio es fundamentalmente de mentalidad.

Recordemos que el Ecuador dilapida el 50% de su presupuesto educativo por los elevados índices de deserción y repetición escolares. Estas taras deben terminar. Los desertores son los candidatos a la emigración descontrolada y a la desadaptación. Es urgente frenar esta sangría.

Se ha dicho que el cambio en la educación es tan importante que no puede estar exclusiva y excluyentemente en manos de los profesores. Yo estoy de acuerdo. El problema de la educación no pasa solamente por la pedagogía, no solamente por la economía, no solamente por la política. Es multifactorial y multidisciplinar.

¿Un nuevo rumbo para la educación es posible?