Lo ocurrido hace pocos días en el sur de Estados Unidos no solo es un ejemplo de una violencia de la naturaleza, sino también de un desinterés y hasta de despropósitos humanos, quizá más lacerantes y dolorosos en un tiempo en que la capacidad humana parece haber sobrepasado la misma fuerza de la naturaleza.

Las comunidades humanas no están exentas de estos riesgos, pero ellas parecen haberlos olvidado en razón de una supremacía de nuestra inteligencia y acción sobre el mundo. Sin embargo, el tipo de desastres al que aludimos es como una permanente recordatoria de que este universo material no es plenamente conocido y peor dominado por nosotros.

El hombre vive en la naturaleza y no fuera de ella, pero ya se sabe que, salvo enfrentarla o injuriarla, poco ha hecho –o hace– para restituirle algo de un perdido equilibrio o encauzar relaciones menos desarmónicas. Es como si este mundo natural nos recordara que no somos superiores a él como sin dudas desde el comienzo de la época moderna lo pensamos, sino parte suya, a lo mejor ni tan importante o interesante como otras.

Pero lo sucedido no solo es un hecho natural sino también consecuencia de lo que a veces se puede advertir como desafíos humanos y en un sentido doble: la orden de evacuar Nueva Orleans fue acatada por cientos de miles de personas, pero no de manera total, por lo que otras decenas de miles permanecieron en sus casas. Se pensaba, claro está, que se sobreviviría al tornado, pero se desestimó que su violencia rompería dos de los diques que hacen de muralla contra las aguas de un lago en nivel superior al de la ciudad.

Lo que antes no podíamos conocer directamente de este tipo de eventos hoy la televisión y los medios nos los transmiten de inmediato, por lo que esas imágenes de destrucción, muerte y dolor no solo han golpeado una sensibilidad humana, sino también han puesto al descubierto la imprevisión y la desidia del gobierno del señor Bush frente a sus conciudadanos.

No se sabe qué quedará en pie de una ciudad a la que el tiempo dotó de tradición, leyendas e historias diversas, en que una calle entre otras, la Bourbon, decenas de cafés y restaurantes eran también locales para escuchar música y ver a quienes contribuían a la mantención de esa mitología, tal vez la más conocida en los Estados Unidos.

Pero es casi imposible no ligar a Nueva Orleans con Tennesse Williams y hasta con los textos de Truman Capote. En efecto, las obras teatrales de Williams nos remiten inevitablemente al sur, y la mayor de ellas (o al menos la más conocida), Un tranvía llamado deseo, transcurre allí. El sur de Capote, quizá más difuso y romántico y menos tierno y cruel que el de Williams, tampoco es ajeno a esa ciudad en la que el celebérrimo Mardi Gras era su fiesta estelar.

Esta tragedia, junto a la acaecida hace un año en varios países de Asia como que es permanente recuerdo de que el hombre es un elemento más del mundo natural, universo en el que, al decir de Nietzsche y también de Artaud, un planeta estalla y desaparece y nadie suelta una lágrima.

Sin embargo, son muchas las lágrimas que la gente de Nueva Orleans ha debido derramar y continúa derramando ante el hecho infausto de la destrucción de sus vidas y no solo de viviendas y pertenencias.