El sábado de la semana pasada cuando regresé a las gradas del estadio, reviví antiguas tardes de fútbol. Con Antuco, mi hermano mayor, íbamos a la Caldera del Capwell.

Recuerdo que trepado en lo más alto de las graderías de la calle General Gómez, como era pequeño, más me interesaba curiosear, a través de los ventanales, la vida ajena de las casas vecinas que lo que ocurría en la cancha. Cuando gritaban el gol, yo ya me lo había perdido. Solo me restaba escucharlo en la radio, reprisado en voz de Ecuador Martínez o ver la foto de la anotación en las páginas deportivas de Diario EL UNIVERSO.

A la salida, mi hermano me amenazaba con no volver a llevarme. Cuando Emelec perdía el Clásico, –en señal de cruel venganza– las luminarias del Capwell eran apagadas apenas sonaba el pitazo final. Entonces salíamos derrotados y tristes por esas penumbras.

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Años después íbamos al estadio Modelo. Ya gozaba y sufría con las incidencias futbolísticas. Aunque me llamaban la atención las coplas del Rey de la Galleta, el tipo que ofrecía la revista porno Las aventuras de Pepe Mayo, el olor a marihuana que arrastraba el viento, el arribo del Rey de la Cantera con su séquito marginal, y las fundas plásticas llenas de orina que lanzaban y había que eludir.

Acontecimientos que observaba y jamás reseñaban los medios escritos o verbalizaban los comentaristas deportivos de programas radiales.

Al igual que mi hermano, ya era azul, Emelec estaba tatuado en mi pecho para siempre. Sin lugar a dudas, las primeras penas y alegrías son futbolísticas, luego nos estremecen las amorosas.

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Se juega con el corazón
Ese último sábado, el sol calcinaba a Guayaquil. En las afueras del Coloso de las Américas, las hinchadas llegaban. Los amarillos de la Sur Oscura y los azules de la Boca del Pozo. Cánticos, banderas y lienzos se agitaban.

En la explanada, los vendedores ofrecían: entradas, gorras, cintillos, camisetas, banderines de ambos equipos y jugos, colas, cervezas, arroz con guata y otros platillos más.

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De una me sumé a la pequeña barra El Gran Cacao es Azul comandada por Juancho y otros hinchas. Como el que agitaba una calavera dizque maldita o el que cubría su rostro con una máscara de soldar y un puñado alternativo de excéntricos.

Como pueblo raso que somos, fuimos a general. Buscamos la zona de la Boca del Pozo. Escuchando el bombo que suena como el corazón de la hinchada azul.
Viendo como se agitaban banderas y lienzos. Oyendo los cánticos: Solo le pido a Dios/ ¡¿Qué le pides!?:/que Emelec no se vaya de mi mente;/ Solo le pido a Dios/ ¡¿Qué le pides!?:/ que Emelec no se vaya de mi mente/ y que sepa que lo quiero para siempre;/ Solo le pido a Dios/ ¡¿Qué le pides?!:/ que Emelec no se vaya de mi mente y que la Boca del Pozo esté presente.

Las dos barras se ubican detrás de los arcos, de frente pero lejanamente. En general se mata el hambre con bollo de pescado y arroz. Se bebe chatas de aguardiente (botellas pequeñas) que vacías vuelan y se estrellan como un puñetazo de vidrio. Huele a pólvora de los fuegos artificiales, yerba y base. Al frente, en el sector de la Sur Oscura es igual. Apenas asoman en el túnel, los del Emelec la barra empieza a saltar, a soltar el humo que tiñe a la general de azul y los fuegos artificiales explotan.