Jóvenes migrantes tras ser  seducidas son llevadas a prostíbulos, en donde cobran entre 100 y 150 dólares por una hora de “servicios”, de los cuales perciben el 40% de las ganancias.

Paola (nombre con el que se anuncia en los medios impresos) tiene 21 años. Se graduó de bachiller en un colegio particular de Machala donde fue contactada por su compañera Brenda (otro nombre “de combate”) para venir a Estados Unidos.

Paola pidió a su padre hipotecar la casa de la familia para reunir los 5 mil dólares que, según Brenda, había que pagar al coyote que debía llevarlas sanas y salvas desde Manta a Los Ángeles, EE.UU.

Ambas emprendieron el viaje en marzo del 2002 y, como casi siempre ocurre –según cuentan– fueron abusadas sexualmente repetidas veces por los guías de la travesía. En México conocieron al “coyote mayor”, un sujeto  que las mantuvo retenidas por dos semanas y las “vendió” a clientes que reclamaban “mercadería nueva”.

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Un novelesco cruce por el desierto de Arizona que para algunos terminó en tragedia, las depositó en una casa de Los Ángeles de donde salieron  para trasladarse a Nueva York.

En la Capital del Mundo las recibió una prima de Brenda que se hacía llamar Gaby, quien les anunció que empezarían a trabajar al día siguiente.

Apenas despertaron las llevó a un sitio nocturno de Union City, Nueva Jersey, llamado Paisano, donde el dueño les explicó que debían “entretener” a los clientes, casi todos mexicanos y centroamericanos. Paisano fue clausurado hace un mes por la policía y sus propietarios arrestados después de hallar a 37 menores de edad indocumentadas, todas ellas centroamericanas, ejerciendo la prostitución.

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El entretenimiento consistía en permitir todo género de avances sexuales, diálogos sicalípticos y manoseos. El horario de “trabajo” iba de 7 de la noche a 3 de la madrugada con una paga de 7 dólares la hora, más el alojamiento (un cuarto donde se hacinaban seis hondureñas más las ecuatorianas) y la alimentación (generalmente hamburguesas o nuggets de pollo y una bebida de Coca Cola).

Una noche Paola conoció a Francis, un proxeneta que prometió acercarla a una “madama” que regentaba un prostíbulo clandestino en Corona, Queens. El hombre cumplió y la joven machaleña llegó a casa de Gloria, una ecuatoriana con aproximadamente unos 60 años, obesa y experta en enganchar a jovencitas inmigrantes.

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Lo demás fue poner un aviso sugestivo en un periódico, un teléfono celular, un cuarto de relativas comodidades en la casa de  Gloria y a esperar llamadas.

Paola llevó al mismo sitio a su amiga Gaby y ambas reconocen que, desde el punto de vista material, su vida ha cambiado. Tienen clientes fijos y ocasionales a los que cobran entre 100 y 150 dólares por una hora de “tratamiento”. Sus familias están convencidas de que aprendieron el inglés y han encontrado trabajo de oficina por el que ganan más de 20 dólares la hora. Pobres como son, preguntan poco cuando las chicas llaman para anunciar un envío de dinero.

El testimonio de Paola fue logrado tras una paciente labor de convencimiento. Ella asegura que Gloria tiene 43 chicas (14 son ecuatorianas) al servicio de su negocio del que obtiene el 60% de lo que cada una de ellas consigue de sus clientes.
Brenda y Paola han ido librándose poco a poco de los escrúpulos iniciales y hoy confiesan que seguirán en su oficio hasta que “el cuerpo aguante”  porque no piensan ir a una factoría y peor regresar al Ecuador. “Todavía estaríamos buscando trabajo con un diploma bajo el brazo para terminar de manicuristas o de empleadas domésticas”, dice Paola.

El caso de las muchachas ecuatorianas es el de cientos de jóvenes que se aventuran a venir a Nueva York como turistas con intenciones de quedarse o como indocumentadas que cruzan la frontera ilegalmente. Aunque el ejercicio de la prostitución está penado por el Estado, la Policía poco hace por  inspeccionar establecimientos de nudismo o casas de citas que se anuncian públicamente. Cada vez son más las ecuatorianas que insertan sus avisos, lo que hace pensar que el destino de prostíbulos está incrementándose.

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Paola y Brenda ganan buen dinero y se visten bien, según cuenta la primera. El padre de Paola ya canceló la hipoteca con el dinero que envió su hija. Para ellas “el sueño americano” se convirtió en un sueño de sábanas desarregladas, preservativos y uno que otro golpe de algún psicópata disfrazado de cliente que exige perversiones que ellas no están dispuestas a cumplir porque aún les queda un gramo de pudor en el ejercicio del oficio más antiguo del mundo.