Si en el Atlántico norte, singularmente en el área meridional de los Estados Unidos así como en el Caribe, hay anualmente una temporada de tormentas y huracanes, algo parecido ocurre en el Pacífico sur y señaladamente en el área del Ecuador.
Sí, algo parecido pero no idéntico por varias razones, la primera de las cuales es que las tormentas y los huracanes que azotan por allá son de índole atmosférica, en tanto los de acá se dan en el ámbito del comportamiento humano.
Tormenta, por ejemplo, es voz cuya primera acepción académica es la propia de una “perturbación atmosférica violenta acompañada de aparato eléctrico y viento fuerte, nieve o granizo”. Pero tan académicas y propias como esa primera son las acepciones tercera (“manifestación violenta de un estado de ánimo excitado”) y quinta (“perturbación o agitación en algún aspecto de la organización política, económica y social”) autorizadas en el mismo diccionario. Otro tanto ocurre con las diversas acepciones de la voz huracán.
La segunda disparidad notable entre aquellas tormentas y huracanes de naturaleza atmosférica que padece mayormente, por su mayor tamaño, Estados Unidos, y las tormentas y huracanes de origen humano, especialmente políticos, económicos y sociales que azotan el Ecuador, tienen que ver con la temporalidad de unos y otros. Mientras la temporada de sus tormentas y huracanes corre allá desde el 1 de junio hasta el 30 de noviembre, con mayor actividad en agosto y septiembre, es decir “pa’todo el año”, como canta la ranchera, con mayor actividad en cualquier momento.
Luego viene lo de las categorías. En Norteamérica los meteorólogos con sus sistemas y tecnologías de punta, monitorean a cada momento las variables que pueden ir convirtiendo una tormenta tropical en huracán y a estos los van clasificando dentro de magnitudes crecientes de 1 a 5 en la escala de Saffir-Simpson. Así se puede prever y tomar medidas dentro lo posible. Pero entre nosotros, lamentablemente, no se siguen ni se advierten de esa manera nuestras peculiares tormentas y huracanes políticos, económicos y sociales. Y cuando algún entendido en esas ciencias lo hace honesta y responsablemente, a veces con mucho acierto, casi nadie le hace caso.
Finalmente, tras el desastre, estamos viendo cómo tienen allá planes y recursos para reaccionar de modo positivo, eficiente, inmediato. Nadie se desanima porque la reconstrucción vaya a requerir grandes esfuerzos, enormes sacrificios, tal vez muchos años. Menos aún se rechaza de plano la realidad, la verdad, por dura que sea. Pero, ¿qué pasa tras el desastre de nuestras tormentas y huracanes?
¿Acaso queremos admitir la verdad sobre el sistema de seguridad social vigente, por ejemplo, y la urgencia de cambiarlo por otro que evite a las futuras generaciones la irremisible situación que padecen los actuales jubilados? ¿O después de los paros en la Costa, la Sierra o el Oriente, cada vez más dañinos, no insistimos acaso alentando o amenazando con nuevos paros?
Podría continuar la lista de nuestros más recientes e interminables tormentas y huracanes. Es el telón de fondo de la tragicomedia nacional, en la que ya nos aprestamos a poner algún otro mesías presidente, escogido de preferencia entre los más prometedores y nuevones.